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Columna
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Una época troyana

A fin de cuentas, el que hace zapatos o duplicados de llaves no engaña a nadie, se dedica a lo suyo, lo hace, y si tiene suerte se gana algunos duros que raramente ponen en entredicho su honradez. No así el pelagatos de escalafón de partido que hace lo imposible por alzarse con la concejalía de Urbanismo a fin no de mejorar la calidad de vida arquitectónica o paisajística de sus conciudadanos sino de enriquecerse con un pelotazo que lo saque de la miseria en lo que dura una legislatura. Se dirá que cosas de esa clase han ocurrido desde siempre, pero se puede añadir que ahora suceden con más frecuencia que nunca. Mucho antes de que lo troyano fuera identificado con un engorroso virus informático agazapado en las conexiones pixeladas, puede afirmarse que de entre los muchos síndromes que asolan a la humanidad en el conjunto de sus propósitos ninguno es tan persistente y mutable como el de Troya, de gran prestigio por cierto entre los libros juveniles de texto más o menos historiado.

En él se fusionan sin solución de continuidad urdimbre y trama, como en los mejores relatos policiacos, y tal vez por eso sus frecuentadores acaban antes o después por prestar declaración ante el juez que los meterá en la sombra por una temporada. Pero no crea el lector que esta época troyana se limita a los escándalos propios de la especulación inmobiliaria. Para nada. El novelista que declara sin ambages que en su última novela trata de describir la soledad del hombre en el mundo contemporáneo está haciendo de caballo de Troya, aprovechando la literatura para colar un mensaje de dudosa pertinencia fuera de las tesis o tratados de sociología, por lo mismo que el poeta airado que clama en sus versos contra la injusticia social haría bien en militar en la formación política de su preferencia sin atufar a la poesía con sus tal vez atinadas ocurrencias, o el director de cine a lo Ken Loach que aprovecha que el cine existe antes que él (y probablemente sobrevivirá incluso a sus películas) para colarnos auténticos ladrillos a expensas de emblemas tan nobles como la justicia y la libertad. Porque el adicto al síndrome de Troya, en cualquiera de sus múltiples variantes, no acostumbra a conformarse con poca cosa. Es ambicioso, incluso muchas veces estúpidamente ambicioso, en su afán de decirlo todo de una vez y si es posible a la primera. Por eso, al contrario que el episodio histórico del caballo de Troya, se repite una y otra vez hasta la saciedad, no vaya a ser que no haya quedado lo bastante claro desde el principio, una duda que siempre turba el ánimo de estos confortables aventureros.

Se trata, por lo demás, de un síndrome muy extendido en una ciudad como la nuestra, en la que es endémico cierto feliz embotamiento del espíritu, y donde las personas de buen corazón no siempre se toman la molestia de parecerlo. Qué otra cosa hizo que ejercer de caballito de Troya aquella Consuelo Ciscar que llegó a dictar el gusto estético de lo más granado de nuestros artistas. Qué se ha hecho de otra ilustre ex troyana, de la otra Consuelo, la Reyna, capaz de conseguir que todo un Gobierno autónomo presidido por Joan Lerma comiera de su mano a fin de no servir de combustible para las payasadas de sus gotas frías. Qué otra cosa que troyanos de primera magnitud son los falleros que aprovechan el día de San José para tomar casi militarmente la ciudad durante un par de semanas. En realidad, la época troyana afecta a muchos más aspectos de nuestra vida de lo que nos tememos, como ese virus al parecer de origen porcino al que ha habido que cambiar de nombre para no inquietar a las piaras.

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