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Columna
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La falta de compostura

El consejero de Educación, Alejandro Font de Mora, le ha cogido el gusto a eso de incumplir sentencias. No contento con echar a la basura hasta una quincena de fallos de los tribunales Superior y Supremo que obligan a la Generalitat a homologar los títulos de valenciano y catalán, ayer reaccionó al varapalo que el Tribunal Superior de Justicia propinó a su ocurrencia de obligar a impartir Educación para la Ciudadanía en inglés con este comentario de pícaro: "No tiene efectos prácticos porque ya habíamos hecho una moratoria". No es de extrañar, visto el panorama general que ofrecen el gobierno de Francisco Camps y su partido, que ese señor de Vila-real quiera también hacerse el longuis cuando debería estar redactando ya su dimisión, una vez que su prepotente gestión ha sido desautorizada por los jueces de manera tan contundente. Ya se sabe que, a grandes apuestas, grandes pérdidas, por lo menos en el universo real donde los hechos tienen consecuencias. Que no es el caso.

Plagado de desplantes y chulerías, el recorrido de la ingeniosa orden del Consell conducía, a todas luces, hacia la catástrofe. Sin embargo, ni a Camps ni a Font de Mora, ni al señor Costa, ni a nadie en el PP, lo que no deja de resultar llamativo, se les ha visto dudar en esa demostración de testosterona ideológica. "La izquierda no quiere que los alumnos valencianos aprendan inglés", alegaron ayer los populares como toda respuesta. Y se quedaron tan panchos. ¿Autocrítica? ¿Propósito de enmienda? ¿Alguna apelación al sentido común o la decencia?

Los gobernantes valencianos tienen un problema con la educación, no sólo la que se imparte en las aulas, sino también aquella, tan clásica, que se refiere a los modales. ¿No les deja estupefactos la forma en que Rita Barberá celebra las reiteradas victorias electorales? La noche de las recientes elecciones europeas, por ejemplo, su comportamiento era más propio de un hooligan desatado que de la alcaldesa de una ciudad civilizada. No, no era un problema de euforia o de alegría, del todo comprensibles ante la abultada victoria conseguida. Eran las alusiones a los perdedores como si fueran seres venidos de otra galaxia, intrusos despreciables en un dominio que se identifica estrictamente con los contornos de los incondicionales.

Hablar del deterioro de la calidad democrática en estas tierras puede parecer superfluo. Apelar a la lealtad puede ser tachado de ingenuo. Reclamar diálogo, ¡ay!, sólo consigue levantar sonrisas. ¡Y después quieren conseguir cosas que exigen un cierto nivel de pacto, de esfuerzo, de concertación o de complicidad, como una financiación autonómica que no delate las vergüenzas políticas e institucionales! Pero, antes que nada, se nota a faltar la compostura, un cierto sentido de la estética pública, que es algo muy distinto a los trajes, los bolsos y las corbatas de marca.

De momento, la entropía de tanto sectarismo alegre y combativo se acumula, mientras ahí fuera ocurren ciertas cosas, como el impulso federal que el nuevo modelo de financiación implica, como la reorganización, a ojos vista, del mapa de cajas de ahorros en España, como... La agitada actitud de Camps, Font de Mora, Costa, Barberá y los suyos en la escena pública empieza a parecerse a una estampida.

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