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Columna
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El fracaso de una ley

No es de extrañar que la presión urbanística de los últimos años sobre el litoral haya alcanzado intensamente a la franja de dominio público costero. Un concepto este último, bastante difuminado y sobre el que pesan, desde que el mar se convirtió en recurso de ocio, presiones de todo tipo.

La Ley de Costas de 1988, que inició su trámite con fuerte oposición y amplia polémica, es ahora cuestionada de nuevo por motivos análogos a los de entonces.

No creo que resulte muy arriesgado afirmar que la ley ha resultado, en su aplicación y gestión, un fracaso. Para empezar, los sucesivos gobiernos han sido superados por la dificultad de aplicar una norma que afecta a competencias de 10 comunidades autónomas, 25 provincias y casi 500 municipios. Una norma compleja que incluía objetivos no solo sancionadores, sino también de planificación y gestión, que si bien ponía el acento en la defensa del dominio público, prestaba escaso cuidado a las cuestiones medioambientales.

Necesita una reforma a fondo, para simplificar su gestión y acentuar su carácter proteccionista

En el plano urbanístico, la ley era -y sigue siendo- un elemento fraccionador del orden jurídico-administrativo, al establecer un territorio -la quinta provincia catalana gobernada desde Madrid, como lo calificó entonces el diputado Miquel Roca en el debate del Congreso- con unas particularidades difíciles de conjugar con la legislación del suelo, ya de por sí excesivamente compleja y cambiante.

Por si fuera poco, el ámbito de su aplicación, el dominio público litoral, estaba -y todavía lo está en algunos puntos- por delimitar, ya que la modorra administrativa y los conflictos jurídicos han impedido completar el preceptivo deslinde. Una delimitación que ponía el énfasis en la zona de tierra, olvidando que también la ley trataba de proteger el mar litoral.

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La crítica de aquel momento al "excesivo afán proteccionista" de dicho dominio público, vistas las consecuencias de su aplicación, resulta hoy un sarcasmo, basta comprobar los desmanes que han salpicado nuestras costas. En este sentido, paradójicamente, una aplicación sesgada de la ley ha generado, por un lado, una absurda inseguridad jurídica sobre realizaciones que eran legales con anterioridad a 1988 (a causa, la mayor parte de las veces, de cambios en el deslinde ocasionados por obras promovidas o consentidas por la Administración) mientras ha consentido actuaciones posteriores claramente contrarias a la norma.

La protección se ha centrado, por otra parte, en garantizar el uso lúdico del litoral: construcción de paseos marítimos, no siempre acertados, y una pléyade de costosísimas obras de regeneración de playas que, en algunos casos, una y otra vez han sido arruinadas por los temporales. Otras atenciones y cuidados que requería el litoral han quedado inéditos.

Mientras tanto, el urbanismo depredador, desde el lado "privado" del litoral fue saltándose a la torera la ley, sus limitaciones, sus zonas de afección, creando, ante la confusión competencial y a río revuelto, barreras de hormigón y ladrillo, alterando el régimen de brisas y en definitiva el paisaje costero. En cuanto a los usos que la ley permitía para la zona de dominio público, se ha creado la sensación de que todo era posible en esa preciosa franja de territorio de todos.

La reciente crisis de los chiringuitos es una buena prueba de esto último. La permisividad de las administraciones y la impunidad con la que se ha actuado, han favorecido la proliferación de prácticas abusivas. Las presiones de los empresarios para mantener situaciones irregulares nos han deparado el lamentable espectáculo de unas administraciones locales incitando lisa y llanamente a incumplir la ley, utilizando el populismo y la demagogia hasta niveles insoportables. No es, por desgracia, el primer intento de desobediencia o boicot que nuestra Administración autonómica viene practicando en los últimos años contra leyes del Gobierno del Estado. Para completar el espectáculo, cabe lamentar la posición del líder de la oposición socialista valenciana sumándose al coro y pidiendo una reforma de la ley para consolidar los "excesos". No he podido evitar, al leer la noticia en este diario, mirar la página contigua (sálvense todas las distancias), donde se daba cuenta de la propuesta del Consell para desproteger El Cabanyal. No son los únicos casos en que aparece una regresión muy preocupante respecto de las leyes que en los años ochenta impulsaron la protección de nuestro patrimonio natural y arquitectónico. Véase, por citar una muestra, lo ocurrido en un valioso tramo virgen de la costa de Murcia, donde el Gobierno regional desprotegió 11.000 hectáreas de terreno en 2001 para permitir una urbanización. Y en cuyo caso, por cierto, el perezoso Tribunal Constitucional lleva ocho años sin resolver el conflicto planteado.

Probablemente la ley necesita una reforma a fondo, para simplificar su gestión, resolver de manera razonable el conflicto de competencias, acentuar su carácter proteccionista, ampliando ambientalmente los objetivos y también, cómo no, para garantizar un uso público democrático de la franja costera.

Los ciudadanos necesitamos acercarnos al mar con la seguridad de que unos servicios públicos en condiciones van a garantizar nuestro ocio, el disfrute o simplemente el paseo. Eso afecta no solo a los establecimientos hoteleros, tan respetables como los de tierra adentro, pero que han de entender que ocupan un suelo público de alto valor; también atañe a los servicios de seguridad, de transporte colectivo, de higiene o de simple capacidad para acoger otras actividades no mercantiles, tan escasas en nuestras costas, como por ejemplo, entre otras, la de favorecer instalaciones para muchas familias que no se pueden permitir acudir a los restaurantes. Todo ello, insisto, reforzando el carácter público, protegiendo los valores ambientales y paisajísticos, y admitiendo, por tanto, en algunos casos, restricciones al uso humano.

Al releer lo que escribí en este mismo diario hace 20 años, analizando las dificultades que presumía para la aplicación de la nueva ley por su complejidad (17-12-1988) compruebo que el mensaje que se difundió por aquellas fechas desde determinados sectores (que la nueva norma no respetaba los derechos adquiridos, y que iba a suponer un obstáculo al crecimiento del turismo costero), acabó calando en las sucesivas administraciones, y al mismo tiempo constato que mis temores de entonces, sobre el futuro de nuestras costas, lamentablemente, estaban fundados.

Joan Olmos es ingeniero de caminos y profesor de Urbanismo en la Universidad Politécnica de Valencia.

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