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Columna
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El futuro de los indignados

El futuro de la presencia de los indignados que van tomando cuerpo paso a paso en diversas ciudades europeas y norteamericanas no depende tanto de la contundencia de las cargas policiales contra ellos sino de la magnitud de los acontecimientos causantes de su indignación, una variable que presumiblemente no va a disminuir en los próximos meses, quizá años, sino todo lo contrario. Incluso podría decirse que la indignación (que se nutre de muchas fuentes y que por ahora se manifiesta en actividades de calle que nada tienen que ver con las antiguas algaradas estudiantiles, ya que en aquellos se oponían a un régimen político y estas apelan a un cambio de sistema que afectaría a los principios básicos de la democracia tal y como ahora mismo se practica), crece exponencialmente desde los motivos iniciales que conforman los objetivos, o los deseos, que le dieron vida y la exagerada respuesta policial que hasta ahora han obtenido, para mi un tanto ciega y bastante leguleyo. Y si esa respuesta es exagerada, será porque los poderes de siempre, sean de derecha o de izquierda moderada, andan algo desconcertados con el asunto y pretenden atemorizar antes que desautorizar o dialogar o repensar el acontecimiento en sus despachos electorales. Personalmente, me produciría vergüenza pertenecer a los cuerpos de seguridad y aporrear con muy discutible educación a un grupo de jóvenes que solo desea lo mejor para casi todo el mundo y lo proclama en términos pacíficos.

Conviene recordar que el llamado 15-M comenzó como un recordatorio general de diversas e intolerables ignominias muy poderosas y que poco a poco se fue fijando objetivos más concretos y más molestos para el poder al que desafían con lo puesto. De la sentada colectiva en las plazas pasaron a una presencia activa en los barrios, a fin de dispersar sus fuerzas para atender a varios frentes a la vez, y luego han jugado un papel decisivo, con su sola presencia, en conflictos tan agudos y perentorios como el papel de la banca, los desahucios más o menos abusivos y otras actividades de protesta activa que a menudo bastan para desenmascarar el lodazal codicioso que nutre nuestra ajada economía o la longeva -y tediosa- levedad de unos políticos de obediencia diversa, y a veces contrapuesta, a menudo más atentos a las conductas corporativas que a la observación objetiva de las necesidades de millones de ciudadanos sin acceso a las decisiones acerca de la más conveniente distribución de los recursos presupuestarios.

La ventaja, incalculable, de los indignados del 15-M es que hasta ahora no han reivindicado nada que no sea justo, por no mencionar su juvenil generosidad. Con eso no basta, claro. Pero lo mismo llega a ser suficiente por su inevitable efecto multiplicador. Y entonces es tan simple como que no vamos a caber todos en el trullo abarrotado de un poder en entredicho.

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