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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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En la granja escuela

Más cerca de Calpe que de Benissa, aunque en el término municipal de este último pueblo, se encuentra la granja escuela del valenciano Nacho Gallach. Ocupa una superficie de 33.000 metros cuadrados. Tiene un pabellón habilitado como albergue. Dispone de un laboratorio de energías alternativas, una pequeña estación meteorológica y un observatorio astronómico. También hay caballerías con nombres pintorescos, como Sapo, un corcel blanco. Y existen corrales con gallinas, pavos y patos. En un bancal se ve una piscina que utilizan en verano. Y un futbito. También construyeron un rocódromo y una tirolina. Dicho así, cualquiera imagina unas instalaciones de lujo. Pero no hay lujo. Lo que ocurre es que la oferta de esta granja escuela responde a la personalidad de su propietario, un hombre de 50 años, casado y padre de dos hijos, licenciado en Educación Física, que nunca pensó en hacerse rico con este negocio sino en disfrutar, él, su familia y sus amigos, de una forma de vida envidiable.

Su propietario es un hombre de 50 años, casado y padre de dos hijos, que nunca pensó en hacerse rico sino en disfrutar, él, su familia y sus amigos, de una forma de vida envidiable.

Luego están los números. Eso ya es otra cosa. Gallach se asoció con un inversionista alemán que, transcurridos ocho años desde que la granja se puso en funcionamiento, quiere obtener beneficio. Y no hay beneficio sino un cuenta con paga, o incluso menos. El alemán está deseando vender su parte, pero Nacho Gallach no tiene dinero para comprársela ni encuentra otro socio dispuesto a ello. Así que la granja, como las gallinas ponedoras, viven al día y unas veces ponen el huevo deseado, y otras no.

"El problema no proviene sólo de la falta de subvenciones, que es lamentable", explica Gallach, "sino de una falta de promoción que no puedo permitirme y de ayudas que no reclamo para mí pero que podrían facilitarse a esas familias sin suficientes recursos que quieren enviarnos a sus hijos a la granja, y no lo hacen porque tienen que pagar entre 120 y 150 euros a la semana. Creo que pagarían la mitad si algún organismo les cubriera el resto".

Lo demás ya se lo va arreglando, mejor o peor, este hombre que lo mismo hace una paella para veinte personas que una escalada con sus alumnos en el Peñón de Ifach, sin olvidarse de limpiar las pocilgas, de mirar cuando hay luna llena con el telescopio, o de cuidar la huerta para que los niños sepan cómo se consigue lo que llega a su plato.

Gallach tiene buenos amigos. Cuando se las ve muy mal organiza una cena en la granja. Y al servir el café, su mujer, que también es maestra y licenciada en Historia, hace colecta y los amigos dejan dinero con el que comprará juguetes a los niños que vienen a través de Asuntos Sociales, de Valencia. Son niños sin familias o cuyas familias no se hacen cargo de ellos. La granja escuela los acoge y atiende lo mejor que puede con su reducido equipo de colaboradores.

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Uno de éstos, oriundo de Burjassot, se llama Carlos Pérez Campos. Tiene 27 años y es licenciado en Educación Física. Es profesor en el colegio de San Miguel Arcángel (Burjassot) pero aquí, en la granja escuela de Benissa, es un poco de todo. Incluso es mago. Al menor descuido te vuela el bolígrafo. Y después el bloc de notas. Y esto, como es lógico, fascina a los muchachos. "Desde muy niño la magia me volvía loco. Veía a un mago en la tele y me quedaba hipnotizado", recuerda Carlos. Por eso un buen día se presentó en el Centro Ilusionista de Valencia, que está en la calle de Dénia, y dijo: "A ver, díganme qué hay que hacer para ser mago". Le hicieron pasar unas pruebas. No las encontró difíciles. Y al cabo de un tiempo lo aceptaron y le dieron el carné de socio número 160, que es un número de suerte al sumar siete. Poco a poco ha ido aprendiendo más juegos pensando, sobre todo, en los niños. "Porque el niño descubre el truco mucho antes que un adulto. Es más imaginativo". Y saben que Carlos no es David Copperfield.

Sin embargo, en la granja escuela lo consideran el mejor mago del mundo y los chicos le piden que haga desaparecer las crestas de las gallinas y se las ponga en la cabeza a los cerdos. Entonces Carlos responde que eso es lo más fácil y no vale la pena. Que le pidan otra cosa.

Carlos se saca tiempo de donde no hay (por algo es mago) y cada lunes por la tarde se presenta en la Asociación de los Magos en la calle de Dénia para que le enseñen algo nuevo. Por ejemplo lo de las crestas de las gallinas. Allí hay magos de muy buen nivel que se ganan la vida actuando en cumpleaños, o en celebraciones de empresas. Pero en su caso, como educador infantil, la magia sólo es un complemento, algo así como un idioma más.

Aunque no lo diga, salta a la vista que Carlos es un hombre solidario. Quiere ser útil a los demás. Y sobre todo a quienes más lo necesitan. Por eso, y no por el dinero, viene a la granja escuela a echarle una mano a Gallach, quien se ha comprometido a mantener abiertas las instalaciones durante todo el año, pues si cierra mañana a lo mejor ya no vuelve a abrir.

Carlos enseña a los chavales lo que cuesta un bollo. Amasan y hornean pan. También les enseña a hacer mermelada. Les explica cómo va a parir la perrita que quedó preñada por un perrazo enorme como un buey. Los chicos esperan el parto, que será de noche, como algo muy especial.

Y cuando ordena Carlos ¡todos al tractor! le obedecen en el acto y bajan a los bancales huyendo de los edificios hirientes e invasores que se aproximan a la granja desde Calpe. Los bancales con viñedos y olivos todavía existen, menos mal. Pero cada vez más replegados.

La huerta es lugar sagrado, explica Carlos a sus pequeños granjeros que vinieron de residencias infantiles de la Generalitat Valenciana de Mislata, Alboraia, Buñol o Alicante. Los niños quieren volver en Pascua. Pero, ¿pagará alguien su estancia de unos cuantos días? Ojalá, dice Carlos, ojalá esta granja no se vea forzada a cerrar. De lo contrario, Carlos (y otros como él) habrá de recurrir a sus juegos de manos para vaciar el copón americano de Rita Barberá, o el bolsillo de doble fondo de Camps, o la vejiga inflada de algún conseller de los que pueden pagarse varios magos en sus fiestas de cumpleaños.

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