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Columna
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Los gürtelitos

Me perdonarán, o no, la frivolidad, pero ocurre que el caso Gürtel y algunos de sus flecos todavía por determinar se parece cada vez más a Operación Triunfo, ese infumable concurso televisivo del que salió como ganador un tal David Bisbal que, a lo que parece, se cree cantante. La diferencia es que aquí no canta nadie todavía, hasta que alguien afónica como aquella ¿Ana?, también de los triunfitos, acabe afónica y perdida de tanto largar. Siempre les quedarán las revistas cardiacas, aunque lo que ocurre en verdad es que en el concurso solamente gana uno, y a veces ni eso, y el resto supongo yo que hará una gala perdida en verano en pueblecitos de costa o en alguna aldea perdida de León. Es el signo de los perdedores (o, digámoslo con menor crueldad) de los no ganadores. Lo malo es que todo ese trágico recorrido está repleto de codazos, zancadillas y recriminaciones sin cuento. Y que rara vez ocurre que triunfe el mejor porque precisamente en esa clase de convocatoria casi nunca hay nadie mejor que otro.

Es bastante parecido a lo que ocurre con los gürtelitos. Al menos con los de origen o choriceo valenciano. Lo cierto es que uno se encuentra con Correa o con El Bigotes y lo primero que hace es asegurarse de que su cartera sigue en su sitio. Entre personas normales, claro. Pero no es tan fácil a primera vista distinguir a la persona normal de la que está rumiando el modo más fácil de desplumarte (curiosa expresión, algo gallinácea, por cierto). Siempre se trata de la Operación Triunfo, claro, y de alzarse con el santo y la limosna, una sustancia medicamentosa que a menudo revela en poco tiempo efectos secundarios de impredecible engorro. Y así, hasta es posible que muchos años después el cabo furriel Francisco Camps, ante la severidad de los tribunales judiciales, habría de recordar aquella tarde remota en la que Eduardo Zaplana le llevó a conocer el poder.

Valencia era por entonces una ciudad de poco menos que chicha y llimonà, donde los socialistas habían perdido el poder de la Generalitat a favor de un tipo de Benidorm que ni siquiera era alicantino y que tenía declarado que andaba muy necesitado de dinero fresco por sus muchos gastos de representación para hacerse pasar por persona honrada y de amplios horizontes, así que en un horrísono castellano se las apañó para entreverar sus muchos intereses personales con el futuro de una comunidad en la que haría mucho dinero a cambio de rellenarla con el foie-gras de impagables (impagables, sí) proyectos emblemáticos, de manera que la ciudad cambió de cara en puntos muy localizados, en los que había mucho que ganar y poco que perder, y cuyo aspecto era horrible contemplado a ras de tierra o desde las angélicas alturas de Google. Hastiado de los poderes locales, el pollo de Cartagena pasó los trastos de matar a Francisco Camps, quien ni siquiera se barruntó que las estirpes condenadas a cien años de choriceo no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.

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