_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¡Yo no he sido!

No acabo de entender a qué viene tanto jaleo por el informe del Parlamento Europeo sobre el urbanismo salvaje en la costa española ¿Acaso es ahora cuando nos enteramos, gracias al trabajo de tan alta como ignorada institución, de que se está "enladrillando el litoral valenciano", o de que éste "está siendo sometido a un expolio de la comunidad y de su patrimonio cultural"? ¿Qué pasa, que nosotros mismos no hemos visto día tras día cómo se iba produciendo el susodicho desaguisado, armados de un pasotismo negligente digno de mejor causa?

Cualquier valenciano que tenga ahora más de 30 años ha tenido ocasión de comprobar por sí mismo la enorme transformación sufrida por el paisaje costero, hasta el punto de que éste resulta ya irreconocible para quienes allí crecieron. Desde Peñíscola hasta Oropesa; desde Valencia a Cullera, o desde Dénia hasta Pilar de la Horadada, nada se parece ya, para nuestra desgracia, al lugar donde pasábamos los veranos de nuestra infancia.

Ahora bien, lo realmente curioso de este asunto es la ausencia total de responsabilidades. Resulta que aquí nadie es responsable de nada, ni de la colmatación de la franja costera, ni de la nube de grúas que se divisan en todas las montañas circundantes. Los ayuntamientos, solidarios ellos, dicen que necesitan financiación para proveer de servicios a la población. Los promotores y constructores, cargados de razón, arguyen que hacen exactamente lo que la ley y las instituciones les permiten, la comunidad autónoma proclama que se aprueba únicamente lo que es obligado aprobar, y el gobierno central se defiende recordándonos que el urbanismo no es de su competencia. En definitiva, que el territorio valenciano se destruye a simple vista de todo el mundo, pero, misteriosamente, no hay culpables a quien señalar.

Falso de toda falsedad. Lo que está ocurriendo es, en primer lugar, responsabilidad de los habitantes de los pueblos costeros quienes suelen elegir a partidos proclives a las recalificaciones o a asociaciones de independientes que proporcionen los votos bisagra necesarios para convertirles, gracias al urbanismo expansivo, en ricos de la noche a la mañana, aunque sea a costa del deterioro de su hábitat natural (ya se irán ellos a otro lugar menos enladrillado en cuanto cobren la pasta).

De los ayuntamientos, en segundo lugar, los cuales ignoran (o socializan) todos los impactos negativos que puedan producirse sobre el medio ambiente en aras a obtener financiación rápida para abordar multitud de proyectos inútiles (como palacios de congresos y similares) pero de mucha rentabilidad electoral, mientras la seguridad y las infraestructuras se resienten por la dispersión urbanística, y los camiones de la basura hacen decenas de kilómetros, bajando y subiendo colinas, para recoger unos residuos inexistentes (porque allí nadie vive la mayor parte del año). Ya saben, el típico modelo de turismo sostenible.

De la comunidad autónoma, en tercer lugar, a quien le importa un bledo el territorio que gobierna y desconoce el término sostenibilidad aplicado al desarrollo urbano.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Del gobierno central, en fin, que ya tenía que haber propuesto con carácter de urgencia una ley orgánica que retirara de inmediato las competencias urbanísticas a todos aquellos municipios de la costa que dispongan de algún capital natural susceptible de ser resguardado. Además de poner en manos de los técnicos y académicos que saben de urbanismo y de arquitectura la decisión final sobre los planes de ordenación, sacando estos de las manos de los políticos, quienes se han demostrado totalmente incapaces de gestionarlos. Y, en fin, de los promotores y constructores que, si bien pueden justificarse porque "la ley les ampara", harían bien en interiorizar, aunque solo fuera una pequeña parte del concepto de responsabilidad social de las empresas, tan extendido hoy en la Europa civilizada.

En cualquier caso, el turbio asunto del urbanismo en los municipios costeros, es algo que va mucho más allá de las responsabilidades concretas que corresponden a sus propios habitantes, empresas e instituciones implicadas. Es, sobre todo, responsabilidad de la sociedad entera. Una sociedad como la nuestra, carente del capital social necesario para cohesionar su territorio, que no tiene afecto alguno por su historia, su cultura o su hábitat natural, que le importa un rábano que el paisaje se destruya, y en la que cada ciudadano acepta implícitamente el festín depredador esperando que algún día a él también le toque.

A esta cosa tan cutre ha quedado reducido el mítico modo de vida mediterráneo que tanto publicitamos en su momento y que formaba parte de nuestras señas de identidad turísticas. Lo pagaremos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_