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Nuevo escándalo en la Comunidad Valenciana
Columna
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Un hedor insoportable

Estos son los hechos: El presidente de la Generalitat y regional del PP, Francisco Camps, imputado; el presidente de la Diputación y del PP en Castellón, Carlos Fabra, imputado; el presidente de la Diputación y del PP en Alicante, José Joaquín Ripoll, imputado; el ex secretario general regional del PP, Ricardo Costa, imputado; el ex vicepresidente del Consell, Víctor Campos, imputado. El abanico de las supuestas faltas o delitos que han cometido es amplio: van desde el cohecho pasivo impropio hasta el fraude a la Hacienda pública. Todos ellos tienen derecho a la presunción de inocencia mientras no se demuestre lo contrario. Lo dice la Constitución. Quede claro que, penalmente, son personas sin tacha. Pero políticamente, en mayor o menor medida, según los casos, son responsables del hedor a corrupción que se extiende por toda la Comunidad Valenciana. En la historia democrática reciente no existe ningún antecedente de que toda la cúpula de una organización política, en sus niveles regionales y provinciales, se encuentre inmersa en procesos jurídicos sin que ni una de las personas que la componen haya asumido responsabilidad alguna. El PP valenciano, en esto, también se ha colocado en la indeseable vanguardia del descrédito.

El PP valenciano también se ha colocado en la indeseable vanguardia del descrédito

El ruido que, a raíz de la detención de José Joaquín Ripoll, han provocado los dirigentes populares evidencia que cuando de denunciar la corrupción en el seno de su partido y de luchar contra ella se trata están en otra cosa. Lo dijo uno de ellos el pasado jueves en la SER: "Este no es el tiempo de hablar sobre la corrupción". Prefirió, como luego se comprobó, agarrarse a la falacia de que la policía había procedido a las detenciones realizadas por el caso Brugal sin mandamiento judicial antes que reconocer la obviedad de que la dirección de su partido, en la Comunidad Valenciana, está descompuesta.

La parálisis que acomete al presidente nacional del PP, Mariano Rajoy, cada vez que tiene que afrontar un problema serio, podría entenderse en este último escándalo, dada la proximidad del debate del Estado de la Nación. Pero la catatonia crónica que padece desde que hace ya muchos años estalló el caso Fabra resulta inaceptable. Por no atreverse en su momento a aplicar una cirugía menor sobre un nódulo cancerígeno, la metástasis se ha extendido por todo el organigrama del PP de la Comunidad Valenciana. Es lo que sucede cuando no se toman decisiones.

El dontancredismo no conduce a nada bueno. Este próximo otoño, Rajoy va a contemplar como Carlos Fabra se sienta en el banquillo para responder ante un jurado por los presuntos delitos de cohecho, tráfico de influencias y fraude a la Hacienda pública. Y en esa misma estación, muy probablemente, también podrá contemplar cómo se sientan en otro banquillo el presidente de la Generalitat, el ex secretario general de su partido en la Comunidad Valencia y un ex vicepresidente del Consell. Tal vez la cachazuda personalidad de Rajoy pueda soportarlo, pero una muy buena parte de los valencianos sentiremos vergüenza propia y ajena si ello se llega a producir.

Hércules fue castigado a limpiar los establos de Augias en un día. Un trabajo imposible porque los excrementos que allí se amontonaban eran de tal magnitud que nadie podía realizarlo en tan corto espacio de tiempo, salvo un héroe hijo de Júpiter. La tarea de Rajoy en el PP valenciano es hercúlea. Tiene mucho que limpiar; pero ni es hijo de un dios y las heroicidades parecen más cosa de Federico Trillo -siempre dispuesto a invadir la isla de Perejil y a presionar a jueces y fiscales- que suyas. Así que nada cabe esperar del registrador de la propiedad de Santa Pola, que siempre encuentra tareas más urgentes que acometer la limpieza en la Comunidad Valenciana.

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Cabe una variante que explique mejor que nada este quietismo de la dirección nacional del PP ante el insoportable hedor que sale de esta parte del Mediterráneo. Sencillamente, no saben qué hacer. Una conclusión desalentadora que revelaría la indigencia y la cobardía política de esos dirigentes, resignados a soportarlo todo antes que adoptar una resolución por ridícula que esta fuera. Pero también cabe la posibilidad de que la sociedad valenciana se haya italianizado, aceptando sin más que el modelo de Silvio Berlusconi no solo es el presente sino también el futuro. De tal manera que hayamos integrado la corrupción política como un elemento más en nuestra vida al punto de que no molesta ya convivir con ella. Ése sí sería un final bien triste.

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