_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El 'himno del riego'

Es muy probable que alguno de ustedes haya oído las cuñas radiofónicas en que se hace la defensa del Plan Hidrológico Nacional. Es publicidad institucional que se transmite a través de los medios y que ha recibido la subvención de los órganos de gobierno locales y autonómicos. Se convoca a una magna manifestación con el fin de que los valencianos puedan hacer públicas su aquiescencia y su adhesión. Es muy probable que si es usted ese oyente haya escuchado la música de fondo: es, por supuesto, el Himno Regional, esa pieza de Serrano y Thous que desde 1909 a todos mancomuna, esa tonada con la que Valencia se identifica y que a tantos hace hervir la sangre. Qué mejor que esos sones de José Serrano para acompañar una reivindicación que nada tiene de plañidera. Qué mejor que esa letra de Maximiliano Thous para dar expresión al anhelo de un pueblo sediento ("Viene a dar la huerta mía/ la riqueza que atesora./ Y murmura el agua cantos de alegría/ que nació en los ritmos de guitarra mora"). Es, en fin, muy probable que alguno de ustedes haya oído lo que, además, se nos promete, cosa de lo que no se puede hacer guasa o tomar a chirigota. Pero detallemos algo más y reparemos en esa cuña radiofónica.

De repente, en las ondas, haciendo valer el efecto sorpresa, una voz varonil, impostada, proclama: "Llamamiento a todos los ciudadanos de la Comunidad Valencia". Es entonces cuando se escuchan los primeros compases del Himno y se nos insta a acudir al acto a favor del trasvase y del Plan Hidrológico Nacional convocado para el domingo 2 de marzo a las 12 horas en el Paseo de la Alameda. Como conclusión, una voz femenina de agradable timbre añade de manera campechana: "Y allí se elaborarán más de mil paellas cuyas raciones se repartirán entre los asistentes". Algo más se dice y cuando, por fin, acaba la cuña radiofónica se elevan los decibelios musicales con los sones más enérgicos del Himno Regional, un bello colofón, sí señor. Al margen de la simpatía o la antipatía que la causa convocante pueda despertar, hemos de admitir que lo verdaderamente tentador de dicho acto político es su conclusión festiva: esa celebración multitudinaria en la que, según dicen, se cocinarán paellas y paellas cuyos arroces se repartirán a manos llenas. Habrá alguien, algún antifranquista feroz, que para denostar quiera ver en este libramiento un obsequio semejante al que según la leyenda recibían los que manifestaban su adhesión al Caudillo: una frugal colación consistente en un bocadillo y una modestísima gratificación de quinientas pesetas. Pero no es así, ni por cantidad ni por calidad, y la comparación es ciertamente odiosa: no sólo se repartirán raciones procedentes de "mil paellas muy grandes", sino también "unos miles de arrobas de clementinas (...), así como algún zumo y algún bote de horchata". Pero la posible ojeriza o el rencor manifiesto de quienes se oponen a la fiesta no acaban ahí. Habrá alguien, seguro, alguien insolidario, algún liberal tiquismiquis preocupado por el gasto público, que se pregunte con tacañería quién paga, quién sufraga los millones de euros que cuesta. Que me aspen si lo sé. Pero no es el desembolso lo que importa. Lo que importa es el gesto y desprendimiento de nuestras autoridades y el esmero multitudinario de los convocantes. Por eso, precisamente, es difícil resistirse al convite. Pero, cuidado, no se cocina el arroz en vano: si se atina a dar con el punto exacto de cocción, si se vigila con mimo culinario, y no sale un mejunje aguanoso, entonces esa festividad, esa reclamación, serán la consumación de un ágape. Ágape, qué bella palabra, qué resonancias clásicas tiene, propiamente religiosas: entre los primeros cristianos, el ágape era un banquete de caridad. Algo de eso, de lo comunitario y benéfico, queda en la convocatoria del domingo. Pero hay más.

Pido que, cuando los reunidos estén dando cuenta del condumio, dicho almuerzo esté nuevamente acompañado por el Himno. Quiero decir: imagino que las autoridades que sufragan parte de los gastos no serán cicateras reservando exclusivamente esas notas para la publicidad radiofónica. Si es cierto lo que rezan los insertos publicitarios, en ese espacioso recinto que es la Alameda de Valencia habrá bandas de música y altavoces que amenizarán los arroces a los sones del Himno Regional. No hay, no puede haber, improvisación en esa hermandad reivindicativa. Piensen, en efecto -y con ello me dirijo otra vez a nuestras autoridades-, que esa arteria urbana llamada Paseo de la Alameda es el mejor emplazamiento que podía haberse escogido para el almuerzo dominical. Sin más: nos hace revivir el paraje tradicional de la celebración festiva. Me explico. Cuando, en el siglo XIX, los valencianos de la capital buscaban alguna expansión y los ricos hacendados se acercaban a la gran ciudad, entonces transitaban por ese paseo. Era común acudir los domingos y las fiestas de guardar: era entonces, en efecto, cuando las buenas familias, las bellas más prometedoras, los calaveras y los galantes abandonaban la ciudad amurallada infestada de miasmas, esa ciudad que se ahogaba con el aire estadizo y la poca ventilación. Acudían allí con sus carros y tartanas para orearse y para hacer ostentación de su condición y calidad. Salvo los alfeñiques y los menesterosos, la verdad es que el gentío no paseaba y evitaba el agua y los charcos: se trataba de avistar transeúntes mostrándose en sus coches, protegidos por esa barrera invisible que formaban el decoro y el buen tono de los mejor colocados.

Hoy, sin embargo, cuando la vida se allana y los servicios a todos alcanzan, la Alameda ya no es reserva de unos pocos, sino dominio universal, espacio bullicioso de festividad y de comunidad, exaltación urbana y punto de destino para peatones enlodados, para batallas florales en las que, por ejemplo, con tanta energía interviene nuestra alcaldesa, para pólvora ruidosa y para ciclistas ocasionales. Qué mejor colofón, qué mejor ubicación, para una meta en la que a todos se quiere reunir. Allí podrán los valencianos entregarse al sano esparcimiento del almuerzo en cuadrilla, al lado de piras humeantes, tan propias de la gastronomía local, acompañados por esas notas musicales que tanto fervor despiertan. Más aún, a lo que nos cuentan, para el cierre del acto está prevista la explosión de una "impresionante" mascletà que aplaque o enerve el aturdimiento digestivo. Aunque, ahora que lo pienso, veo en todo ello un riesgo. Ese acto, que es la metáfora de lo nuestro, la quintaesencia o antesala de las Fallas, está seriamente amenazado: esos multitudinarios arroces y esos fuegos de artificio son los mismos con que nos solazamos con la llegada de las fiestas josefinas, unas fiestas que se suelen remojar casi siempre, puntual e intempestivamente, tal vez porque es entonces cuando vuelve a sonar de manera insistente el Himno Regional, el himno del riego.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_