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Columna
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La lechera de Fabra

Con las ganancias de la venta de la leche compraría huevos, de los huevos nacerían las gallinas, con el dinero de las gallinas adquiriría ovejas y así progresivamente hasta que, ilusionada y distraída con la imagen de un futuro de riqueza y prosperidad, se le cayó la lechera del quinto piso y se acabó el cuento. Era uno de los que nos contaban nuestras espabiladas madres cuando nos íbamos disciplinados a la cama. Y era también una de las primeras narraciones que nos enseñaron a pensar y ser reflexivos. Ya mayorcitos leíamos en la escuela la historia de doña Truhana que le contaba Patronio al conde Lucanor, y que no era otra cosa que el cuento de la lechera que había cambiado el recipiente sobre la cabeza por una jarra de miel. Ya mayorcitos, aprendíamos que la historieta era tan vieja como la milenaria cultura de la India, que los persas y luego los árabes la hicieron suya, y que circulaba por la España musulmana entre las voces de los dos lobos, Calila y Dimna, que intentaban mejorar el comportamiento humano dando normas, entre ellas, la de ser razonables, la de confiar en las realidades ciertas y no en las fantasías.

A esa norma o conclusión acaba de llegar la consejera de Turismo de la Generalitat Valenciana cuando, reflexionando sobre el final del cuento de Mundo Ilusión, nos indica que se tienen que hacer planteamientos sensatos e inclinarse por prácticas operativas y razonables. Hablaba la consejera sobre el aparcamiento o la desactivación de ese cuento fantasioso en torno al circo y la magia, que hace poco más de diez años se inventara como proyecto el narrador Carlos Fabra, casi tan conocido ya en los medios como la lechera o doña Truhana. Mundo Ilusión, como la manteca o la miel o la leche, iba a ser el comienzo del cuerno de la abundancia con inversiones millonarias y muchos más millones de turistas que acudirían a los ilusionados eventos del Prat de Cabanes como moscas a un panal. Y acudirían volando, también como las moscas, al aeropuerto cercano de la Vilanova, ya con los trámites del acabado, y que harían de sus pistas el cemento más rentable y prometedor del Planeta, según su promotor, que venía a coincidir con el mismo Carlos Fabra.

Naturalmente, encantados los futuros visitantes con la vista de un paisaje costero destrozado por el mal gusto, e ilusionados después del espectáculo del conejo y la chistera, correrían rápido y sin pausa a comprar una de las más de 20.000 viviendas que se construirían en el entorno de Mundo Ilusión, fuese cual fuese su precio e importándoles un real pito la burbuja inmobiliaria o los informes de los parlamentarios de esa patria grande que llamamos Europa; la Europa de donde llegarían mayoritariamente los turistas y donde, como todo el mundo sabe, no hay circo, ni magias, ni conejos ni chisteras ni Carlos Fabra, ni campos de golf ni escoceses que los inventaron. Porque entre la firma de la hipoteca y la visita al notario, alguno de los miembros de ese alud de turistas que invadiría los términos municipales de Oropesa y Cabanes tendrían a bien unas horas de reposo dándole a la bola y caminando de hoyo en hoyo.

Y es que todo ha sido mágico durante estos diez últimos años de promesas e ilusiones sin pies ni cabeza, sin realidad en la que poder sustentarse. Porque si el engañoso crecimiento económico basado en el ladrillo tenía la fragilidad de un globo, los cuentos fantasiosos y circenses de los proyectos de Fabra no tenían ni el más débil hilo para poder sujetarlos. Como el erario público no podrá sujetar ya los millones de euros que se tiraron irresponsablemente por la borda en estudios de viabilidad y proyectos cuentistas, que no pasarán a la historia como el de doña Truhana. Cuentos de espabilados que nos quieren entontecer con cuentos, que escribiera León Felipe. Pero se cae la lechera, y la realidad pone las cosas en su sitio.

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