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Columna
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La muerte de Carvalho

Como todos ustedes recordarán, en España, la novela negra tuvo su época dorada durante el tardofranquismo, coincidiendo con la publicación en castellano y en diversas colecciones de bolsillo de algunos de sus clásicos norteamericanos. Fue ése justamente el momento en que aparecieron las primeras novelas de Manuel Vázquez Montalbán dedicadas al género, Yo maté a Kennedy y Tatuaje, por ejemplo. Pepe Carvalho, su personaje nacido en 1972, era la adaptación hispánica del modelo de detective privado americano; es decir, como sus referentes, nuestro huelebraguetas local era también un héroe cansado, maleado por la vida, escéptico después de haber creído y después de haberse implicado, después de haber sido un hombre de acción y de ideas, de principios y de supuestos, agente de la CIA y militante comunista. La novedad que Vázquez Montalbán introdujo en el personaje del investigador privado fue la ironía sobre el propio género y, en conexión con lo anterior, el cultismo, su revestimiento culto, la mezcla, el collage, la parodia de géneros.

Al igual que sus colegas americanos de la serie negra, el novelista Vázquez Montabán fue también sociologista, se demoró en la descripción de ambientes y en la influencia que éstos ejercían sobre los personajes; y fue asimismo un relator de los estados interiores de su protagonista, aquejado de dudas, de zozobras, de incertidumbres y desamores. ¿Cuál habría de ser la voz que lo contara? La convención finalmente adoptada por Vázquez Montalbán no sería la de la primera persona, es decir, no sería un Sam Spade o un Philip Marlowe relatando sus casos, sus hallazgos y sus relaciones, hablando de sí mismos; sería, por el contrario, una voz no identificada que lo seguiría y que nos describiría sus descubrimientos y sus derrotas, sus resentimientos y sus gestas. El Carvalho de Vázquez Moltalbán es tan aparentemente cultivado, tan refinado en algunos de sus gustos, que en sus páginas hay libros, muchos libros, citas, muchas citas, y gastronomía, esa forma de cultura culinaria que en la España de los años setenta sólo tenían unos pocos. Pero, atención, esa exhibición de refinamiento no pretendía ser pedantería en ejercicio ni un patrimonio heredado del que hacer ostentación. La cultura escrita en Carvalho es adquirida y es parcialmente inútil, un abalorio poco operativo para la vida ordinaria, un atavío antiguo del que se sirvió y del que ahora se desprendería por ser poco práctico para desenvolverse en el mundo real. La cultura de Carvalho es la de alguien que procediendo de las clases bajas logró enriquecerse con referentes que después se permite el lujo de dilapidar, como esos libros con los que enciende la chimenea y que revelan la pluralidad de sus lecturas, la variedad de sus conocimientos y la vastedad inagotable de su biblioteca personal. O eso, al menos, creen sus seguidores.

El saber de Carvalho es de consciente mixtura, de aluvión, una mezcla de lo alto y de lo bajo, una aleación de la cultura popular, de masas, con el refinamiento desencantado de la élite. A esas vecindades deliberadamente incoherentes y provocadoras de efectos irónicos las podríamos denominar hoy posmodernas o, en los términos que fueron comunes en la juventud del autor, pop. De hecho, una parte fundamental de la producción de Vázquez Montalbán se hace con estas mezclas. Pero, al decir de él mismo, no por pose posmoderna, no por pedantería formalista, sino por ser éstas las fuentes constitutivas de su formación, una formación -en este caso la de Carvalho- algo superficial, enciclopédica, variada pero también precipitada, la de una sola generación. Los hijos de la clase obrera que accedieron a la Universidad, que tuvieron estudios, crecieron en un ambiente y en una posguerra en la que lo popular, doña Concha Piquer por ejemplo, estaba en vecindad con los libros, con la cultura académica. Por eso, cuando Carvalho quema su biblioteca se venga retrospectivamente de las injurias que la vida y los pijos les han infligido a los menesterosos y a los derrotados, a los que maduraron, estudiaron y leyeron en la miseria y en la represión. Pero esa ostentación, ese incendio ritual de la cultura escrita y del intelectualismo, es un exceso poco congruente con las necesidades del relato policial, un gesto, un guiño del novelista, una pose literaria e iconoclasta, una pantomima o broma del escritor que no exige el caso o enigma, pero sobre todo se trata de una venganza enfática contra la pedantería y contra el dominio de los poderosos. Es decir, vemos a un Carvalho que, por sus relaciones y amistades, aún conserva sus orígenes, aún es deudor del arroyo del que procede y que no perdona a quienes lo tienen o lo tuvieron todo desde el principio, desde la cuna, a quienes todo lo heredaron o a quienes, ya ricos, olvidan el ganapán que fue su padre. Ahora bien, ese resentimiento de clase no se traduce en izquierdismo o en nostalgias revolucionarias, algo perfectamente posible en un individuo que fue comunista; ese odio matizado se traduce en una mezcla de escepticismo y ternura. Hay ternura hacia los menesterosos y hay escepticismo sobre las posibilidades reales de cambio y de solución. Así era y así ha seguido siendo Carvalho.

Sin embargo, tan escéptico es, tan descreído es, que los relatos que se suceden y que llegan hasta hoy nos lo presentan cada vez más cínico, agotado, sentencioso, lapidario, y sus interlocutores menos creíbles. No sabemos si es como consecuencia de una realidad tozuda que desmiente cualquier iniciativa o esperanza o si es, por el contrario, por la creciente identificación de Carvalho con su creador, con un Vázquez Moltalbán apocalíptico, hondamente escéptico y también lapidario después del hundimiento del comunismo y el triunfo, según él, del pensamiento único. Carvalho padece un escepticismo avejentado y se confiesa ignorante de todo, extraño a todo, al menos a todo aquello que sobrepasa sus lealtades más cercanas, Charo, por ejemplo, la novia de siempre. Con esa actitud literaria y con unas ideas políticas expresadas sin sordina en las propias ficciones, Vázquez Montalbán mata a su héroe, nos los distancia, nos lo hace cada vez más antipático, menos matizado, y la intriga, llena de paralelismos forzados y simbólicos, se vuelve inverosímil. Leyéndolo ahora, uno tiene la impresión de que no hay nadie más desencantado, asqueado; de que no hay razón alguna para la esperanza, justamente en un mundo lleno de falsedades, de sordideces y de traiciones. Pero... ¿y si no fuera el propio autor el responsable de esa operación? ¿Y si fuéramos nosotros, sus antiguos lectores, quienes nos hubiéramos apartado de un personaje que sigue siendo fiel a sí mismo, quienes hubiéramos matado a un héroe en el que ya habríamos dejado de confiar? Salud.

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