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Columna
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El nuevo arzobispo

Con el boato propio de la solemnidad y de la importancia de esta archidiócesis, ayer tomó posesión el nuevo arzobispo de Valencia, Carlos Osoro Sierra, un cántabro de 63 años, de cuyo perfil biográfico y eclesial -al menos de los trazos fundamentales que han sido divulgados- se desprende la expectativa de una pastoral más afín a la estela de su predecesor, el cardenal Agustín García-Gasco, que proclive al cambio o a la innovación en sintonía con las esperanzas expresadas por los grupos de cristianos más inquietos y proféticos, aunque obviamente minoritarios entre el vasto rebaño. Responde así el eminente pastor al signo involutivo de los tiempos eclesiales que privan bajo el pontificado de Benedicto XVI. Cualquier otra expectativa pecaría de temeraria o respondería a la muy comprensible ofuscación que a menudo lleva a confundir los deseos con la realidad.

Pero en este caso, y al filo de los antecedentes, no parece que haya opción para la sorpresa en el pronóstico. Desde Oviedo, su sede de origen, y a modo de carta de presentación o aviso para navegantes, un colectivo de curas asturianos criticaba la debilidad que el prelado ha manifestado por el protagonismo y los grandes eventos en detrimento de la impronta social de la Iglesia, lo que se traduce -al decir de los sacerdotes- en el desaliento de parte de los cristianos y en la división del clero. Si a ello se le agrega la identificación con el poder político, deduciremos que el nuevo arzobispo de Valencia ha sido premiado con un destino ahormado a su medida, donde la familiaridad entre el PP gobernante y la potestad religiosa viene traduciéndose en una eficacísima sinergia, aunque tal idilio haga crujir la aconfesionalidad constitucional, niegue el menor espacio a la laicidad e hipoteque el mensaje evangélico. En este capítulo la democracia sigue inédita, si bien ello no obstará a que el máximo dirigente del socialismo valenciano le presente sus respetos al arzobispo. Faltaría más.

Por otra parte, el prelado ha tenido la cortesía de anticipar a sus nuevos feligreses -y también a cuantos son "ajenos al redil", como los describe Carlos Paris, pero tampoco indiferentes al totalizante fenómeno eclesial- algunos retazos de sus convicciones en el semanario del arzobispado valentino Paraula. Se muestra allí reticente o claramente crítico acerca del Concilio Vaticano II y entusiasta del actual pontífice, lo que explica su fulgurante escalada jerárquica, impensable de no haberse aplicado con mérito a la desfiguración curialesca de la obra de Juan XXIII y Pablo VI.

Ya se entiende menos o nada su cuita de que "hay que estar preparados para el martirio", siendo así de que, como le habrán aleccionado sus asesores y pronto percibirá personalmente, viene a pastorear una mies que practica una religiosidad epidérmica, folclórica y trufada de exaltaciones marianas. O sea, mansa, dúctil y mediterránea que quedará complacida con saber que su pastor habla valenciano en la intimidad, estudia a ratos la flexión verbal y encarna los valores más conservadores. En cuanto a las minorías de cristianos impacientes, seguirán emulando a Sísifo y apostando de nuevo por una recuperación del mensaje evangélico genuino y depuración de las connivencias políticas. Pero ellos son la sal de la tierra que por estos lares apenas sazona a la parroquia. Nihil novi sub sole, que se lee en el Eclesiastés. En suma, nada nuevo, y tampoco había motivo para esperar otra cosa.

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