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Columna
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¿Qué pasa en Valencia?

Celebro muy de veras la prudencia de la diputada de Les Corts Mònica Oltra, tanto en su respuesta al intento de agravio del vicepresidente del Consell, Juan Cotino, como en la explicación posterior de las circunstancias familiares de las que quiso servirse su adversario político para amedrentarla. No se puede decir otro tanto de la actuación del conseller, ni por supuesto atribuirle valentía o coraje, pero sí es justo reconocerle atrevimiento. Porque atrevido fue por su parte manifestar que no quería verse en la piel del padre de la diputada para no avergonzarse de su hija, sabiendo que en su caso no corre ningún riesgo de paternidad desde su elegida soltería.

Bien es verdad que la soltería es una legítima elección y permanecer en ese estado en la edad madura no desata hoy sospechas sobre la libre elección sexual de cada cual. Eso era antes, cuando la distinta condición sexual de un hombre o de una mujer podía imponerle la soltería o llevarle al matrimonio para ocultarla. Hoy, el nuevo marco legal del matrimonio, muy a pesar del partido al que pertenece Cotino y de la iglesia de la que es fiel, ha cambiado la situación. Una situación que se resisten a admitir las mentes más reaccionarias por perversas, pero no siendo este el caso de la diputada agraviada mal iba ella a empeñarse en subrayar la soltería de su agresor en cualquier sentido, y menos con grosería, como no fuera simplemente para expresar su sorpresa por ese modo de suponerse padre, y padre suyo.

Cotino estaba bien informado, y no será por su aprecio a la memoria histórica

Pero ninguna privacidad merecería ser aludida por nadie, y ni siquiera la pública pertenencia del vicepresidente al Opus Dei, con voto de castidad o sin él, si esos aspectos de su vida privada como fondo no hubieran dado a su actuación pública un carácter de indudable osadía en primer plano. Y es esta osadía, justamente, la que justifica que se comente ahora una lección que se desprende de este episodio histórico del Parlamento valenciano: la exposición sin ambages de la cara dura o la doble cara. Y no hará falta para eso recordarle al agresor que su testimonio de fe y de caridad no acaba en acciones de su Gobierno para proteger la maternidad que considera desprotegida mientras retrasa las ayudas de los dependientes que mueren sin ayudas o, lejos de poner la otra mejilla, maltrata sin piedad a sus adversarios. Pero quizá sí sea necesario invitarle a recordar a qué se refería Jesús cuando denunciaba los sepulcros blanqueados por si su confesor no lo hace. Porque esta facilidad de algunos para no verse a sí mismos antes de tirar la piedra, o no detenerse a ver la viga en su ojo antes de detectar la paja en el ajeno, puede que sea un vicio generalizado de la política, pero la doble moral con la que actúan muchas veces ciertos frecuentadores de la eucaristía es inevitable que nos lleve a otros a considerar si sus confesores se toman su trabajo en serio o son unos incompetentes. Todo esto dicho con mucho respeto para las creencias de cada cual y sin aconsejar a diputada alguna que en el caso de sentirse amedrentada busque auxilio en esos confesores, pero con la advertencia, eso sí, de que se hagan mirar el ojo o que no crean al menos que los demás carecen de ojos para mirarlos y reconocerlos.

En todo caso, Oltra ha hecho muy bien en no entrar en privacidades, aunque aquellas en las que pudiera verse afectada la familia de Cotino en el interés de Les Corts sean asuntos de interés general, como sí hizo de manera tan inelegante como crispada el vicepresidente del Consell en una respuesta que afectaba de lleno a la familia de la diputada, ajena por completo a subvenciones y mercadeos, y por lo que se ha visto después a la sensibilidad de muchos demócratas que deploran las circunstancias de las que al parecer Cotino estaba tan bien informado, y no será por su aprecio a la memoria histórica, y que llevaron a Mònica Oltra a no poder llevar el apellido de su padre por un tiempo.

Claro que esta osadía de Cotino es singular ahora sólo por demasiado descarada; casi a diario se producen otras de modo más taimado. No sorprende por eso, ni por la facilidad que tienen los verdugos para convertirse en víctimas, que el presidente de la Generalitat se pregunte qué pasa en Valencia, y atribuya todo lo que pasa a gente de fuera, cuando sólo con mirarse al espejo, leer las crónicas de tribunales y de sucesos, o atender al teatrillo de Les Corts, donde él mismo es tan protagonista de dramas y sainetes, a pesar de lo mucho que se hace desear para intervenir, podría responder a esa pregunta que en cualquier parte de España se hacen ahora con asombro: ¿Qué pasa en Valencia?

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