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Reportaje:

Más de un siglo de gastronomía

Cinco de los restaurantes más antiguos de España están en Valencia

Pablo Ferri

Sobre todo, los carajillos, los arroces, la caza y el buen vino; pero también la madera de barrica, los manteles finos y la destreza de Hemingway. Cientos de recuerdos, sabor a azafrán y callejuela y decenas de anécdotas que hilan pasado y presente. Es lo que destilan los restaurantes decanos de Valencia: La Marcelina y La Pepica en la playa de Las Arenas, Casa Montaña en el barrio de El Cabanyal, Palace Fesol en l'Eixample y la Venta l'Home en Siete Aguas, a unas decenas de kilómetros de la capital. EL PAÍS los ha visitado.

Como "las manos de uno son las manos de uno", Xemi Baviera cuida las suyas. Resultan suaves al tacto y acompañan la charla con gestos pausados. Baviera es el eterno gestor de la Venta l'Home, una casa de postas del siglo XVII a la vera de la carretera vieja de Madrid. Son tiempos difíciles para la casa, el Gobierno construyó la autovía ya hace unos años y los coches apenas llegan. "Si vienen", reconoce Xemi, "vienen adrede". Hace tres años, un ictus le apartó del día a día; tuvo que dejar los fogones, la granja, la chimenea y todos los trastos del comedor, desde las calabazas de Ripollés a su querido libro de firmas. Ahora sube los fines de semana y piensa en el futuro, en el crédito que tiene que devolver y en cómo ahorrar para salir adelante. Sin embargo, no le preocupa demasiado esto último, sobrevivir es su vida. "Era muy inquieto", relata, "estaba metido en todo, en las primeras movilizaciones estudiantiles del franquismo, en todo. Una vez tuve que huir de una asamblea en la Complutense y corrí como un loco. Llegué a la pensión y me encontré a un tipo en gabardina echado en la cama; volví a correr y no paré. Dormí en el Manzanares tres días". Y así seguirá hasta que aguante.

En La Pepica, el azul domina las paredes de las que cuelgan fotos de Hemingway
Pedro Castellano dirige La Marcelina desde que en 1972 compró el local

Hubo médicos en la Francia del siglo XIX que temían la dureza de cierta gripe estomacal. Recomendaban a sus pacientes que tomasen caldos naturales para restaurarse el estómago. Algunos vieron el negocio y montaron los primeros restaurantes a la puerta de los mercados. Años después, el gremio ha ganado en prestigio y elegancia, un asunto que abandera el dueño de La Marcelina. Pedro Castellano aguarda el aperitivo en la terraza del restaurante, a unos metros de la playa. Es un local de madera oscura y luz tenue; los camareros, correctos hasta el milímetro. Él tira de boquilla para los cigarros y ladea el rostro. Le miras, le atiendes y aprecias cierto interés por explicar algo realmente útil, quizá las palabras sí servían para lo que uno pensaba que no: "Hay que encontrar los límites, ubicarse y lanzarse a por lo que se que quiere", murmura. Levanta las cejas de su pinta a lo Humphrey Bogart porque entiende que es normal que a nadie le importe un bledo, pero él lo dice y punto. Bebe un vino blanco a pequeños sorbos y saborea cada sílaba como si entendiese de dónde vienen y qué va a pasar con ellas. Tiene 80 años. Explica que, por suerte, goza de buena salud y de una situación económica holgada, lo que le da para reflexionar sobre muchas cosas. Los platos siguen su ritmo, el restaurante sigue su estela, "así ha sido desde el principio", afirma. El principio, el real, data de 1888, pero el suyo es más cercano. Compró el local en 1972 y ahí sigue, orgulloso de la calidad. "Es que esto no es un garaje", observa; y sigue con las anchoas, que es cántabro.

Justo al lado está La Pepica, donde el idioma es distinto, más salado, más popular. El azul domina las paredes de las que cuelgan fotos de Hemingway, algunas con él de cocinero. De hecho hay decenas de instantáneas y uno intuye el arroz, las gambas, los bogavantes del tanque de la entrada y el rostro juvenil de Manolete, a punto de cambiar el marco por la paella. Los inicios, sin embargo, no se podían alejar más del grano. La abuela empezó el negocio ofreciendo bocadillos a los trabajadores del puerto y de ahí lo demás. Uno de los dueños, Pepe Balaguer, asume el paso mientras comenta la historia de los entrepanes; entiende que su tiempo pasará y no sabe qué ocurrirá con el negocio. Eso sí, "aquí se inventó el arroz del senyoret", dice.

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En el Palace Fesol, en pleno Eixample, también lo inventaron. Francisco Sanmiguel, actual propietario, representa a la cuarta generación. Hace unos días, a la hora de almorzar, desplegaba su mapa mental de geografía gastronómica ante un café. Defendía los productos de la tierra, el queso de Catí, el aceite de Espadán, los vinos valencianos... "Se lo merecen", advierte, "si no, no estarían en la carta". Sanmiguel precisa que un empresario de la restauración es "un aprendiz de todo y un maestro de nada". "Hay que saber lo que tienes para explicarlo", defiende, "esto no es un mero trámite, aquí se viene a comer". Por eso disfruta del sentido del gusto, porque aprende, porque enriquece su basta colección de sabores. Como ocurre con el resto, la crisis le ha afectado, la plantilla menguó y espera tiempos mejores. Mientras, analiza la situación. "La cocina manda hoy día, tiene un protagonismo especial... Quizá el servicio de sala se haya dejado de lado y, al fin y al cabo, el camarero es el comercial que debe vender la cocina", arguye. Acto seguido se gira; ahí está el cocinero, un francés "cabezota" que lleva seis años con él.

La gastronomía ya no se entiende sin el vino. Sanmiguel insiste en que se siente "conservador en las transiciones", pero el caldo plantea un orden propio. En Casa Montaña, en pleno barrio de El Cabanyal, han asumido la ley del vino, a la que se entregan con respeto y permiten protagonismo. La bodega, que abrió en 1836, vende 26.000 botellas de vino al año en copas. Tanta uva guarda historias curiosas, historias que cuentan divertidos Emiliano García y su hijo, actuales propietarios. Las recuerdan a través del vino, como esa de la botella de Petrús, un caldo francés de 2.000 euros la botella de la que dieron buena cuenta una pareja de visitantes en medio del boom de la Copa del América. "Allí estaban, apretados en la esquina de la barra", señala Emiliano. Casa Montaña es un lugar de tradición castellana, "de habas, papas y poco más" cuando lo compraron. Los García le dieron solera, vida, ampliaron la carta, empezaron a organizar catas de vino, a patrocinar actos, a colaborar con asociaciones benéficas. Alejandro tomó la gestión diaria y Emiliano las relaciones públicas, de las que hace gala. El éxito, porque lo tienen, no les hace perder calidad, eso dicen. "Tenemos un manual de procedimiento", cuentan, "el primero que se elaboró en esta comunidad". Sea cómo sea, ensanchan los hombros cuando hablan de esa combinación, "tan nuestra", de tradición y modernidad, de las cruces y capirotes apoyados en la pared en la Semana Santa marinera y las copas finas con los dedos a juego.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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