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¿Una sociedad corrupta?

La culpa colectiva jamás proporcionó explicación de los hechos sociales. Ninguna sociedad, ninguna colectividad humana, puede ser calificada de corrupta. O de racista. Hay corruptos como hay racistas en todas ellas. Sucede, sin embargo, que una sociedad puede ser corrompida cuando muchos de sus integrantes piensan que es inevitable, cuando aceptan con resignación que la corrupción es un mal, si no menor, soportable, con el riesgo de sucumbir a la misma. Esto se traduce en vulnerabilidad ante las fechorías de los corruptos.

La sociedad valenciana no es corrupta, pero corre el riesgo de ser corrompida. Un riesgo cierto por la resignación con que se encoge ante el saqueo no solo del dinero público o la amenaza para los modestos ahorros privados, sino además ante valores más elementales del decoro ciudadano, de la convivencia y el respeto de una sociedad abierta y madura.

Políticos sin política, empresarios sin empresa y financieros sin finanzas han perpetrado el desastre

Este encogimiento se traduce en expresiones tan menguadas como "todos lo hacen", "todos son iguales", o peores aún, "¡qué listo!", ya se refieran a políticos o banqueros, empresarios o bandoleros. Traducen una especie de fatalidad resignada que suele atribuirse a otras situaciones del pasado en nuestro caso y de proximidad mediterránea en otros.

La ajada proclamación de "ponernos en el mapa" -siempre lo estuvimos desde que existe la cartografía, por cierto- oculta ahora un baldón ominoso. Ahora, como me recordaba un ilustre italiano ya retirado de la escena pública y financiera, hemos alcanzado el paralelo de la delincuencia social sin las leyendas literarias de Palermo o Corleone. Con la correlativa indiferencia del paisanaje que confía en la vuelta a los años de visca el PAI que ens fa rics i dona treball (viva el PAI, Programa de Actuación Integral, de la Ley Reguladora de la Actuación Urbanística, de 1994, que nos hace ricos y nos da trabajo), una de las manifestaciones de la soberbia de quienes se empecinan en su bondad y vigencia y ejemplo de la codicia de unos pocos a la vez que manifestación del embeleco de muchos adoradores del becerro de oro.

El desapego de los dirigentes sociales por el país, su territorio, lengua o patrimonio ha sido letal para una ciudadanía que perdió todo espejo en el que contemplarse.

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Años perdidos, una vez más y acaso de modo irreversible. Las cabezas pensantes sucumbieron ante la avalancha de nuevas riquezas, o más tarde cuando aquella se despeñó escondieron sus cabezas bajo el ala, rehuyendo responsabilidades. Desolador aunque asomen destellos en algunos periodistas, en algún profesor: brasas necesarias de un fuego mortecino.

El abandono de la economía productiva y de su renovación, la devaluación del esfuerzo y de la tenacidad, la deserción de la educación y la formación, el desprecio por la innovación, todo ello y más se sacrifica en aras del enriquecimiento inmediato, ostentoso hasta la obscenidad en una nueva cultura de lo efímero, eventual, de espectáculo y fanfarria.

Todos contribuyeron y contribuyen a perpetuar una senda de empobrecimiento cierto y no solo de los bienes materiales y lo que ello conlleva. Por el desagüe se van también años de reconstrucción del país, de su economía, de sus solidaridades con el territorio, entre generaciones, como si todo esto no fuera más que una herencia apestada, la única que debemos conservar en mejores condiciones para quienes nos sucedan.

El desmantelamiento ha sido ejecutado con saña por agentes sociales -eufemismo para calificar a políticos, financieros, empresarios y demás poco dignos de sus adjetivados sustantivos- con efectos devastadores como en el caso de ciudades y territorio y en otros con graves lesiones sobre la conciencia ciudadana o sobre la leve identidad colectiva fraguada en los años más negros de nuestra historia.

Una cuadrilla de políticos sin política se ha unido a empresarios sin empresas, a financieros sin finanzas, sin escrúpulo alguno para perpetrar el desastre. La seducción sobre una población inerme, ayuna de valores desde la larga agonía del franquismo, hizo el resto.

La metástasis de la codicia y su etiología: se les proveyó de la legalidad ya citada y de recursos financieros pródigos que avivaron los fuegos. El precio a pagar ya ha comenzado sus vencimientos: destrucción de paisaje y recursos naturales, desaparición de los restos de una posible estructura financiera del país.

El colmo resulta de tener que soportar que la causa es de Doña Crisis y su Prima en unos casos y en otros de la enemiga que nos tienen vecinos o Gobiernos. Entre tanto asistimos al saqueo de arcas públicas y ruina del trabajo y tesón de empresarios y ciudadanos, aliñadas con la sal gorda de bufones encaramados a sus poltronas, o la pasividad de silentes e irrisorios responsables de denunciar los hechos. Ni siquiera tienen, unos y otros, la gracia de los malandrines y pícaros: el despojo es salaz, la avidez, descarnada, rural, de mala novela de bajos fondos.

Lo malo es que en el naufragio han arrastrado a pymes, familias, empleo y servicios básicos. Poco consuelo es que en algunos casos se den situaciones parejas en otros lugares, o que el desprecio por la política se extienda incluso más allá de nuestras fronteras.

Sin embargo, nada está perdido. El retorno de la política y la centralidad de la ciudadanía es posible. Es más, se trata de una necesidad higiénica, de supervivencia de un modelo de libertades y solidaridades imprescindibles. En nuestro caso, además, la regeneración es factible si nos atenemos a que esta sociedad por primera vez en su historia reciente tiene las herramientas a su alcance: formación, conocimientos, capacidad demostrada de convivencia, de creatividad y de iniciativa.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y fue alcalde socialista de Valencia.

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