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Columna
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Contra el tedio

Tengo para mí que Valencia es una de las ciudades más aburridas de este mundo, en cualquiera de las estaciones del año, pero sobre todo en verano. No es ninguna broma, sobre todo si se considera que la malevolencia climática de los últimos tiempos prolonga el verano desde junio hasta bien entrado septiembre, una manía que sólo por casualidad viene a coincidir con el periodo vacacional de los niños en edad escolar, un periodo que parece a todas luces excesivo, si se añade que, además, durante el mes de septiembre acuden a clase solamente por la mañana. Pasar el verano en Valencia por razones de causa mayor con los niños es un auténtico calvario, porque no es cosa de llevarlos un día sí y otro no al Oceanogràfic, al Gulliver o al Parque de Cabecera, a fin de que acaben tan hartos como nosotros de esas instalaciones pensadas más bien para recorridos de turistas en tránsito breve. La escasez de piscinas (privadas o municipales) complica más el asunto, y tampoco se trata de llevar a los críos todos los días de calor, que son muchos, a piscinas abarrotadas. A menudo he pensado qué sería de esta ciudad en verano si careciera de playa. Pero también el recurso a las playas está lleno de problemas, ya que no puedes pasar allí la mañana con tu cría mano a mano sin establecer rigurosos turnos de baño en solitario para evitar el riesgo de que el placer de remojarse juntos se convierta en la pesadilla de que sobre la lejana arena te birlen mientras tanto hasta las toallas.

Así que lo mejor es comparecer sin nada, y eso es lo que viene haciendo, en lo que toca a la cultura, pero no sólo a ella, un Francisco Camps tan estrechamente vestido que a veces parece un petimetre o una Rita Barberá que, por el contrario, siempre parece ir un tanto holgada de talla y a punto de propinar un bolsazo de marca a quien se le ponga por delante. Mariano Rajoy, a quien tampoco se le conocen grandes inquietudes culturales, los ampare. Es sabido que la Cultura, en mayúsculas o en las más modestas minúsculas, viene a ser un engorro, una maría infumable, para la mayoría de los gobiernos, como si fuera un material fungible o rodeado de posibles heroísmos, sin reparar en que estamos modelados precisamente por ella, en cualquiera de sus múltiples variantes. Políticos ha habido que adoran a Mozart, incluso tocan el piano en las veladas nocturnas, sin que hayan movido un meñique por poner algo de orden en la enseñanza reglada de los conservatorios (¡conservatorios!) destinados a perpetuar las músicas, por no mencionar a un gracioso Alfonso Guerra que tomaba la lectura por una especie de analgésico dotado de virtudes más propias de la aspirina que de la fruición estética.

Me pregunto, consciente de la impertinencia de semejante observación, qué diablos se ha hecho de una fruición de esa clase, que en vano se buscará en productos del tipo de La Fura dels Baus. La cultura del espectáculo se ha convertido en espectáculo de la cultura, cuando hay bastante dinero de por medio, y si escasea el numerario siempre nos queda el consuelo de las obritas teatrales escritas a la manera de la televisión cutre, las películas que apabullan con sus prescindibles parafernalias digitales o los cortos hechos entre amigos para que youtube sea digno de ese nombre. ¿El panorama cultural valenciano? No he escuchado ni una sola idea al respecto ni por parte de Camps ni de Alarte: están ocupados en menesteres más sombríos. Pero Rita, ah, Rita tiene la sartén de las Fallas por el mango, la única gloria que este desdichado país puede ofrendar todavía a España. Y ni siquiera es nueva.

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