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Columna
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Los últimos caciques

Para comprender a las diputaciones ante todo conviene desechar la perniciosa idea de que las cosas deben servir para algo. No me refiero a necesidades imprescindibles, sino a cosas de todos los días como curarse un resfriado o llegar a fin de mes.

¿Para qué sirven las diputaciones? Vayan ustedes a saber. Esa es una pregunta metafísica. Incluso decir que son instituciones artísticas sería demasiado, aunque en realidad el concepto mismo de Diputación Provincial tiene mucho que ver con la idea estética de performance. En el fondo las diputaciones son lugares llenos de funcionarios con aspiraciones creativas, lo que le da a ciertas provincias olvidadas una apariencia muy new age que ha contribuido en gran medida a ponerlas en el mapa del mundo. Como lo de ese aeropuerto donde, en vez de la vulgaridad de tomar aviones, la gente puede a ir a merendar o a pasear con los niños por la pista de aterrizaje. Todo eso le da al castellonense de a pie una apariencia muy cool, de señor avisado, como si en su ciudad pasarán todos los días cosas que harían palidecer a los ciudadanos de Nueva York. Y no es para menos. Pero no se vayan a creer que es un fenómeno exclusivo de aquí. Lo mismo ocurre en Badajoz, en Pontevedra y hasta en Madrid que, este verano y durante ocho días seguidos, acogió a un millón de peregrinos en una macrofiesta de vida consagrada, que debió de ser mismamente la de Dios es Cristo.

En realidad si se piensa, las diputaciones no responden a necesidad alguna. Un día se inventó la póliza de 25 pesetas, otro, la instancia por duplicado, después, el registro de la propiedad y así, como quien no quiere la cosa, se llegó a las Diputaciones provinciales como se hubiera podido llegar a la descomposición de la materia orgánica. Al principio la institución tenía algo de empaque como cuando te dan una plaza de notario en el Bajo Aragón o así. Durante la Restauración las diputaciones se convirtieron en escuelas de caciques; Luego fueron creando vínculos con las casas regionales, el folklore autóctono y los tradicionales lazos de amistad entre pueblos que se odian. En la actualidad han sido tomadas por la clase política de uno y otro bando para colocar a sus subsecretarios y gracias a ellos se acuñó aquella divisa tan española de vuelva usted mañana.

La supresión de las diputaciones conllevaría un ahorro de 1.000 millones euros, que se dice pronto. ¿Pero qué son 1.000 millones comparado con las esencias patrias? Puestos a ahorrar, mejor cargarnos a los médicos o a los maestros. Dónde va a parar. Los médicos y maestros son simples profesionales que hacen su trabajo, como cualquiera. Los diputados provinciales, sin embargo, son seres arraigados en lo más hondo de nuestra tradición política, especímenes únicos como el dinosaurio ibérico. Por favor. No se puede acabar así como así con los restos del paleolítico.

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