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Columna
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Algo más sobre el gallego

Recomiendo por la presente la lectura de La boca pobre, pequeño e hilarante libro debido a Flann O?Brien, uno de los grandes de la literatura irlandesa. Se trata de una sátira en la mejor tradición de aquel país. "Poner la boca pobre" es, de hecho, una expresión irlandesa que alude a las continuas quejas sobre la miseria, real o fingida, que uno padece.

No cabe duda de que tipos así abundan también en nuestro país. No sé si en otros sentidos, pero en ese significado particular nuestro celtismo es total, incuestionable, abrasivo. La cultura de la queja es uno de los grandes deportes del país. Algunos han alcanzado en ello un virtuosismo insuperable.

La boca pobre nos ayuda a entender, con su comicidad que deja entrever el desgarro de fondo, porque el gaélico desapareció como lenguaje común de los irlandeses para ser sustituido por el inglés, el idioma de los opresores extranjeros. Narra O?Brien: "Siempre se ha dicho que la precisión que uno posee en el uso del gaélico (lo mismo que la santidad del alma ) es proporcional a la carencia de bienes terrenales, y puesto que nuestra era la flor y nata de la pobreza y la desgracia, no entendíamos por qué los eruditos prestaban atención al gaélico corrupto y poco afortunado que se podía oír en otras partes".

Sólo una cierta hipocresía colectiva puede juzgar que un Gobierno puede hacer lo que la gente no quiere hacer

El argumento nos suena, relata por qué los gallegos han ido, generación tras generación, dejando atrás el idioma de sus padres y abuelos: porque juzgan que así se alejan también de la miseria, real o fingida, de sus antepasados. Sabemos todos que esto es así y no hay que darle más vueltas.

Algunas personas piensan que, si fuésemos catalanes o vascos, esta situación que vivimos no se habría producido. Que no tendríamos vergüenza de nuestros orígenes, personales o colectivos. Incluso, tal vez, habríamos confeccionado un relato más favorable de nuestro pasado de pueblo emigrante y trabajador. Pero el hecho es que no somos catalanes ni vascos. Ni hemos tenido un 1714 ni tenemos, al menos de momento, nostalgia del caserío. Tal vez más adelante la tengamos, pero ya será tarde a estos efectos.

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El hecho es que ese proceso de sustitución está ya muy avanzado, sobre todo en las clases medias urbanas, hasta el punto de que en muchas familias el gallego es ya marginal. El estigma, esa marca infame que la lengua gallega representó para sus hablantes, y que llevó a Celso Emilio Ferreiro a reivindicarlo como una lengua proletaria (en los tiempos en los que la clase obrera todavía tenía prestigio) parece haber quedado atrás por la vía de su supresión. Aunque la pregnancia de los prejuicios es infinita, como lo es su capacidad de perdurar a través de las generaciones.

Con todo, vivimos tiempos paradójicos. Y también es cierto que existen clases medias de una indiscutible voluntad de galleguidad, gentes que querrían que sus hijos y nietos continuasen hablando el idioma del país. No en número suficiente para evitar que el gallego pierda hablantes a manos llenas, pero tal vez sí lo bastante como para que aguante en un determinado umbral de población.

Uno puede especular con que al final vivamos una situación paradójica, vista desde la historia del país: que las clases populares acaben decantándose por el castellano, pero el gallego perviva en ciertos fragmentos de las clases medias y clases medias altas. Es decir, en la clase de gente que no tiene que dar explicaciones a nadie de quién es ni de dónde viene. Gente a la que no le apetece ir al psicoanalista.

El actual Gobierno de la Xunta ha impulsado dos medidas en favor del gallego, una la creación de las galescolas y otra la ley que regula el uso del gallego en la educación. Nos engañaríamos todos si pensásemos que cualquiera de las dos son algo más que pequeñas cosas más llenas de simbolismo que de eficacia.

No es ya en la Administración pública sonde está la madre del cordero. En realidad, nunca ha sido ahí dónde estuvo. Sólo una cierta ceguera -y una cierta hipocresía colectiva- puede juzgar que un Gobierno puede hacer, en este terreno, lo que la gente no quiere hacer.

El gallego podría sobrevivir como idioma colectivo sólo en la medida en que tuviese una presencia significativa como idioma urbano. Pero, ¿cómo generar esa cultura urbana en gallego? Esta cuestión no ha sido ni apenas planteada como cuestión teórica, y, desde luego, está ligada a la aparición de medios de comunicación en gallego, que es lo que constituye su presupuesto básico. Por supuesto que un Gobierno debe tener algo que decir en ello, pero nos engañaríamos a nosotros mismos si no entendemos que la clave está en nosotros, la sociedad civil. El Gobierno no es la respuesta a todos los problemas.

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