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Columna
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Bolonia o el parto de los montes

Darío Villanueva

Con el comienzo del nuevo curso nos acercamos al año 2010, clave en la implantación del Espacio Europeo de Educación Superior que nuestros ministros proclamaron en la Universidad decana el 19 de junio de 1999. Once años antes, cuando el nono centenario de la fundación de Bolonia, se había firmado también allí una Magna Charta Universitatum, y no se nos oculta el vínculo entre ambas declaraciones rubricadas no por azar en la ciudad italiana.

Los rectores reunidos en septiembre de 1988 se manifestaban "cuatro años antes de la supresión definitiva de las fronteras intracomunitarias y ante la perspectiva de una colaboración más amplia entre todos los pueblos europeos" con el deliberado propósito de adelantarse a un momento histórico. Y lo hacían desde la convicción de que la Universidad debía implicarse en el futuro de la sociedad. Enunciaban, en consecuencia, una serie de principios fundamentales: la autonomía, la libertad de conciencia, la exigencia de crear conocimiento y la superación de todas las fronteras geográficas o políticas.

Sorprende la ceguera de quienes ven pasar el tren de una Historia mejor y tuercen la cabeza

Expresamente, esa Carta Magna alentaba ya la movilidad de profesores y alumnos, para lo que proponía una política general de equivalencia de títulos, de exámenes (aún manteniendo los diplomas nacionales) y de concesión de becas. Y los firmantes se comprometían a hacer todo lo posible para que los Estados y los organismos supranacionales inspirasen sus acciones de gobierno en aquellos principios.

Había en ello un decidido apoyo a medidas concretas que estaban aflorando. Por ejemplo, el programa Erasmus, cuya denominación fundía el nombre de una gran figura del humanismo europeo con un acrónimo inglés que significa Plan de Acción de la Comunidad Europea para la Movilidad de Estudiantes Universitarios. Desde entonces, más de un millón de jóvenes se han beneficiado de una posibilidad más factible en la Edad Media que después, cuando la configuración de los Estados modernos y la suspicacia fronteriza entre ellos blindaron en parcelas el mapa universitario continental.

Erasmus, antes que un programa de becas, era una sutil propuesta troyana. Me explico: respondía a la misma voluntad que impulsaba el ejercicio político de un Monnet, de un Schumann o un Spaak, los pioneros de las primitivas "unidades funcionales" comunitarias. Todos ellos -y antes, incluso, Salvador de Madariaga- alimentaron con carbón y con acero un sueño de insospechable trascendencia, porque el espacio de libre cambio que propugnaban ocultaba el germen de una renovada comunión, cultural y política, para Europa.

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De ese espíritu viene, sin trampa y engaño, la declaración de Bolonia, y los que estuvimos allí por nuestras respectivas Universidades no lo olvidamos. Obviamente, digo Bolonia o el parto de los montes no para desmerecer aquel hito, sino para subrayar que aquel documento pone simplemente en las firmas de los ejecutivos -es decir, los ministros- lo que las comunidades académicas veníamos exigiendo: que cuanto antes la Europa del Siglo XXI fuese, a estos efectos, como la del Medievo. Léase sin anteojeras aquella declaración y solo se verá en ella la demanda de un sistema de titulaciones fácilmente comprensible y comparable para que nuestros ciudadanos pudiesen transitar sin trabas por las universidades y ejercer profesionalmente en los Estados miembros.

Nada hay, como algunos pretender hacer ver a la opinión pública, de privatización, mercantilización o rígida uniformización de los estudios, por no hablar de la supuesta tiranía de procedimientos tendentes a la burocratización pedagógica de la enseñanza. Sorprende la ceguera de quienes ven pasar ante su puerta el tren de una Historia mejor y tuercen la cabeza como si no fuese con ellos. Parafraseando a Arthur Miller: volverán los reaccionarios, pero se fingirán progresistas. Las reticencias que suscita esa razonable utopía convertida en proyecto que es la unidad europea suele resumirse en una frase esgrimida como lema lapidario e irrebatible, que no necesita más explicaciones: la Europa de los mercaderes. Pero la declaración de Bolonia significa un paso más, irrenunciable, en algo completamente distinto: la Europa de las Universidades, factorías insustituibles para la Sociedad del conocimiento.

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