_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Circule como pueda

A pie de calle, ese punto de vista que invoca la clase política en época preelectoral, las pasadas fiestas navideñas han constituido la prueba definitiva de la existencia de dos misteriosos fenómenos de ámbito municipal. Uno: quién y cómo ha logrado infiltrar en los depósitos de agua potable algún tipo de sustancia inductora del consumo exacerbado. Otro: por qué los ayuntamientos han dimitido abiertamente de su responsabilidad de organizar el tráfico de vehículos. En los numerosos atascos producidos por el primer fenómeno en los que participé, no vi a ningún agente municipal que desmintiese la existencia del segundo con su labor o incluso con su mera presencia. Una pena, porque era la última de las competencias que en realidad desempeñaban las administraciones locales.

Los gobiernos bipartitos están más pendientes del reparto del poder que de gestionar lo cotidiano

Han leído bien. La identificación pública de personas como titulares de áreas de gestión o concejalías o la existencia de despachos y negociados con rótulos que proclaman su dedicación a la Cultura, los Asuntos Sociales, los Parques y Jardines y la Tercera Edad no son una prueba de que los ayuntamientos rijan esas actividades, sino de que tienen departamentos que inciden en ellas. Por ceñirnos a un ejemplo, la cultura de una ciudad no depende de su ayuntamiento, afortunadamente, sino que el gobierno local hace lo que puede en ese terreno, lo que en algunos casos es poco, en otros mucho y en bastantes, demasiado.

Otros ámbitos de actuación que sí eran tradicionalmente prerrogativa municipal ya no lo son. Los ayuntamientos se los han quitado de encima, por lo farragoso de su desempeño, o porque han sido convencidos de que estarían mejor atendidos en manos de organizaciones que se ganan el pan con ello. Ahora son concesiones, a empresas públicas o privadas. Contra lo que parece, tampoco en urbanismo los gobiernos locales llevan el timón. O eso deberían invocar los abogados de la defensa en el improbable caso de que algún día se juzgue a los culpables de que en las ciudades del siglo XXI se haya mejorado la arquitectura del desarrollismo de los 60, pero perpetrado los mismos errores urbanísticos.

Claro que hay normas municipales. Fue más fácil elaborar una Constitución entera en 1812 en la Cádiz sitiada por el enemigo que aprobar el PXOM en Vigo en 2007. Precisamente hay tantas leyes que siempre hay alguna bajo la que amparar atrocidades como multiplicar por dos o por tres el número de viviendas de un ayuntamiento, y a ese argumento de legalidad se acoge la autoridad que la perpetra (evidentemente, si además de una barbaridad, fuese ilegal, estaríamos hablando de otra cosa). La gestión urbanística es, en cierta forma y en muchos casos, una variante de la esencia intermediadora del caciquismo clásico: encauzar la legislación y catalizar los procesos para que determinados proyectos se hagan realidades, mientras a los demás se les aplica, sin más, el reglamento.

Tampoco escasean las leyes en lo del tráfico. Si yo fuese seguidor de Ignacio Astarloa diría que casos como los dos pollos con más testosterona que cerebro que causaron en Vigo la muerte de un matrimonio inocente, o los conductores de ambulancia de A Coruña recientemente condenados por reproducir con sus vehículos la sana rivalidad Alonso-Hamilton, suceden porque los gobiernos bipartitos están más pendientes del reparto del poder que de gestionar lo cotidiano. Pero lo soy de Hans Magnus Enzensberger, que aseguraba los sistemas hipercomplejos -la lucha contra el crimen, el tráfico...- funcionan porque no se siguen estrictamente las normas. Cuando dejan de funcionar los semáforos, el tráfico es más fluido en los primeros momentos, hasta que irrumpen las conductas asociales. Observar el código fielmente provocaría el colapso, como prueban las huelgas de celo. En palabras del pensador alemán, "la anarquía evita el caos". Por eso, ayuntamientos que se esmeran en subvencionar conexiones aéreas o en planificar las infraestructuras portuarias se retiran sigilosamente del escenario circulatorio. El solitario agente que conformaba toda la policía local de Ferrol en fin de año es el símbolo del principio de la solución. sihomesi@hotmail.com

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_