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Columna
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Clientelismo, mafia

La reciente muerte de Pablo Vioque nos ha vuelto a recordar que hubo un tiempo, no muy lejano, en que pudo suceder que el narcotráfico infectase las instituciones de Galicia. Si eso llegase a suceder, si ayuntamientos, partidos políticos, cámaras de comercio y etcétera se hubiesen corrompido por efecto del dinero fácil nuestra sociedad habría iniciado una deriva al modelo siciliano. Mucha gente podría vivir del negocio ilegal, la mafia se asentaría en una gran permisividad social y, al final, tendríamos un país de atraso y violencia en el que todos miraríamos hacia otro lado.

Por suerte, parece que nos hemos librado. Sin duda hay narcotraficantes entre nosotros pero la maquinaria del Estado ha sabido responder al desafío apoyada en el desprecio de la gente a esa forma de delincuencia, que parecía inocua en los tiempos del tabaco de batea. De vez en cuando sabemos de ajustes de cuentas entre los contrabandistas, pero ha pasado el tiempo en que Sito Miñanco era aplaudido como un benefactor, a imagen y semejanza de sus homólogos colombianos -los hermanos Ochoa- a los que tal vez pretendía imitar. El rechazo social a los nuevos ricos de dinero ilícito es ahora general, pero no era lo que sucedía en los años ochenta.

En Galicia abundan los periódicos que cerrarían si no recibiesen diversas formas de subvención

Es una lección que conviene recordar. Sicilia no siempre fue territorio mafioso. Como muy bien recuerda Salvatore Lupo en Histoire de la Mafia (Flammarion, París, 1999) esa organización criminal no nació del cielo, ni creció de la tierra como los hongos en otoño. La mafia se entreteje con la historia de la isla mediterránea desde el Risorgimento a hoy, con la evolución de sus estructuras económicas y, por supuesto, con sus inevitables vínculos políticos. No sólo se trató de Andreotti, al parecer el ser humano más parecido al diablo: la relación entre la Democracia Cristiana y la mafia desde los tiempos de Fanfani derivó de lo útil que era la Cosa Nostra para establecer una dependencia de la isla en relación a ese partido que fue hegemónico durante medio siglo en Italia. Si nuestros narcotraficantes se hubiesen instalado de modo más insidioso en nuestra sociedad, si hubiesen organizado de modo más efectivo sus propias redes y cobertura social, utilizando en su beneficio las formas de clientelismo que nos caracterizan, tal vez no habría sido constreñida con tanta facilidad.

El clientelismo en Galicia es una hidra de mil cabezas, pero la nuestra no será una sociedad eficiente, democrática y competitiva si no consigue eliminarlo, o al menos limitar su peso. Y, hay que subrayarlo, no es éste un fenómeno que pueda identificarse con el caciquismo rural que tanto marcó nuestra historia. La buena conciencia de la parte de nuestra sociedad que se quiere a sí misma urbana y moderna tal vez prefiere verlo así. Al fin y al cabo ésta es una imagen tranquilizadora: sugiere que es un fenómeno en receso, como lo es el peso de la población agraria. Nada más lejos de la realidad, sin embargo.

Atrapado por relaciones de clientelismo puede estarlo el catedrático que necesita dinero para financiar un proyecto de investigación -los mismos rectores pueden estar urgidos por sus necesidades de financiación para evitar el disenso-. También el actor que necesita trabajo en medios públicos. O el funcionario que pretende una comisión de servicio. O la empresa que depende de la administración para su subsistencia. Son ejemplos que sólo pretenden mostrar la ubicuidad de un fenómeno y la manera en que puede condicionar el desarrollo de un país. Allí dónde puede sustituirse lo objetivo por lo arbitrario y el mérito por la recomendación las cosas no pueden funcionar bien. Al menos a la larga.

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Tomemos el caso -crítico y central- de los medios de comunicación. Es bien sabido que entre nosotros abundan los periódicos que tendrían que bajar la persiana si no estuviesen asistidos por las diversas formas de subvención pública. Desde la publicidad institucional a la compra de programas a productoras privadas, pasando por concesiones de licencia, teóricas ayudas a empresas y subvenciones directas son muchas las formas en que la administración puede contribuir a soportar la viabilidad de un medio.

Sin embargo, esa situación no puede prolongarse en el tiempo de manera indefinida. Esa respiración asistida no está sino retrasando el momento inevitable en el que haya de producirse el ajuste. Si las empresas de comunicación cometen errores de un tipo u otro al final tendrán que desaparecer, o integrarse en grupos cuyas sinergias hagan rentable el producto. Pero lo que hay que subrayar, en este caso como en otros, es que quién lo paga es el conjunto de la sociedad. No sólo, e incluso no tanto, porque de hecho lo pague, sino porque los costes de retrasar la modernización de una sociedad existen. Ninguna economía ni ninguna sociedad pueden instalarse en la ficción permanente, como lo ha demostrado la actual crisis. Pero es lo que demasiadas veces ocurre entre nosotros.

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