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Columna
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Corrupción urbanística

De un tiempo a esta parte no pasa una semana sin que surja un nuevo municipio gallego asociado a la denominada corrupción urbanística, fenómeno que ofrece una doble vertiente: de un lado, se sitúan aquellos promotores y constructores que se benefician de una decisión administrativa; de otro lado, los funcionarios que dictan las correspondientes resoluciones ilícitas.

Es posible que la conselleira de Política Territorial tenga razón, al afirmar que los casos de corrupción urbanística en Galicia son "aislados" y que hay que desvincular el sector urbanístico de la corrupción. No obstante, conviene precisar el sentido de esta afirmación, dado que el concepto de corrupción urbanística puede ser concebido desde diferentes puntos de vista.

Si acogemos su significado más estricto y riguroso, sólo cabría hablar de corrupción allí donde la actividad urbanística ha dado lugar a un delito de cohecho (soborno) o, como mucho, a un delito de tráfico de influencias. El cohecho es el delito que castiga tanto el caso de que un particular ofrezca dinero u otras dádivas para intentar corromper a un funcionario público como el caso en que sea éste quien las solicite o reciba. Por lo que alcanzo a ver, entre los casos recientemente conocidos, únicamente en el caso de Gondomar cabría hablar, presuntamente, de una corrupción de esta índole.

El tráfico de influencias es en cierto modo un sucedáneo del cohecho, cuando no se puede probar el ofrecimiento de una contraprestación económica, y también puede ser cometido tanto por un funcionario, cuando influye en otro funcionario, prevaliéndose del ejercicio de las facultades de su cargo, como por un particular, cuando influye en un funcionario, prevaliéndose de cualquier situación derivada de su relación personal con éste o con otro funcionario, siempre que se actúe con el fin de conseguir una resolución que les pueda generar un beneficio económico para sí o para un tercero. Tampoco es éste un delito frecuentemente aplicado por nuestros tribunales, y en el actual panorama gallego únicamente cabría mencionar las denuncias en los municipios de Nigrán y Narón.

Existe, sin embargo, un concepto más amplio de corrupción urbanística, que englobaría todos aquellos casos en que, sin concurrir un soborno o un tráfico de influencias, se han realizado otros delitos conectados de alguna manera a la actividad urbanística.

Entre ellos, figuran ante todo, por su vinculación directa, los llamados delitos sobre la ordenación del territorio, que, en esencia, ofrecen asimismo una doble vertiente: por una parte, la conducta de los promotores, constructores o técnicos directores que construyan edificaciones no autorizables en suelos no urbanizables; por otra parte, la de los funcionarios que concedan -o informen favorablemente- proyectos de edificación o licencias ilegales (prevaricaciones urbanísticas). Aquí el abanico de posibles infracciones se abre ya notablemente y se pueden citar casos como el de Cabanas, con una sentencia condenatoria, u otros que están siendo investigados por la fiscalía.

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A estos delitos cabría añadir otros conexos, como algunos delitos contra la Administración pública, que pueden estar relacionados con la actividad urbanística, como sucede con las negociaciones prohibidas a los funcionarios o con la violación de secretos o información reservada por parte de un funcionario y su consiguiente aprovechamiento por un particular, que han dado lugar también a denuncias, como el caso de Porto do Son.

Finalmente existe un concepto mucho más amplio todavía de corrupción urbanística, que se sitúa al margen del Derecho penal, pero que reviste un interés indudable. Así en la Ciencia política se entiende que existe corrupción siempre que se sacrifica el interés público en beneficio privado, concepto de gran relevancia, sobre todo cuando se reconocen las insuficiencias del Derecho penal en este ámbito y se propone incluir en el Código penal (como personalmente creo correcto) algunas formas de este tipo de corrupción.

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