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Columna
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¿Huelga?

Ya nos alertaba Freud del peligro de empezar cediendo en las palabras, puesto que a la postre casi siempre se acaba claudicando en el fondo. Esta advertencia del psiquiatra vienés cobra plena vigencia si la ponemos en relación con la decisión de los transportistas de interrumpir su actividad en protesta por el encarecimiento del gasóleo.

Inicialmente los poderes públicos y los medios de comunicación calificaron dicha decisión como una huelga. Sin embargo, aunque en el lenguaje ordinario exista un concepto genérico de este vocablo, definido como "toda interrupción colectiva del trabajo con el fin de imponer ciertas condiciones o manifestar una protesta", lo cierto es que jurídicamente el término "huelga" posee una significación técnica precisa, que es la que debe ser manejada aquí. Y debe serlo, ante todo, porque el "derecho de huelga" aparece proclamado en el artículo 28 de nuestra Constitución como derecho subjetivo y como derecho de carácter fundamental, con la misma fórmula ("se reconoce") que se emplea para aludir a los derechos de reunión o de asociación. Y, según se indicó ya en la Sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981, ello lleva aparejadas importantes repercusiones jurídicas, singularmente la de que en un sistema de libertad de huelga el Estado debe permanecer neutral y dejar las consecuencias del fenómeno a la aplicación de las reglas del ordenamiento jurídico sobre infracciones contractuales en general y sobre la infracción del contrato de trabajo en particular. La razón de ello radica en que, al tratarse de un sistema de "derecho de huelga", las medidas de presión de los trabajadores frente a los empresarios son un derecho de aquéllos: tales medidas son reconocidas como un medio de defensa que tienen los grupos de la población que son socialmente dependientes ante conflictos socioeconómicos a los que el Estado (social) debe proporcionar los adecuados cauces institucionales.

Ha degenerado en una guerra de guerrillas, regida por las leyes de la selva y del hampa

Pues bien, nada de esto sucede en el caso de los transportistas, en el que la sedicente huelga se lleva a cabo por empresarios o, mayoritariamente, por profesionales autónomos, que quedan situados al margen del artículo 28 de la Constitución: en el primer supuesto, se trataría de un cierre patronal; en el segundo, de autopatronos o de profesionales, que, aunque en sentido amplio sean trabajadores, no son trabajadores por cuenta ajena ligados por un contrato de trabajo retribuido. En cualquier caso, la cesación en su actividad de este tipo de personas deberá arrostrar las responsabilidades que pudieran derivarse de las perturbaciones que ocasionen cuando se trate de actividades de interés público sometidas a un régimen jurídico-administrativo especial; y, por su parte, el Estado (Gobierno central o Comunidades Autónomas) está legitimado para adoptar las medidas pertinentes, como fijar unos servicios mínimos o garantizar que los transportistas que quieran prestar el servicio puedan hacerlo.

La sorprendente pasividad inicial de los poderes públicos frente a las intolerables medidas de presión adoptadas por los transportistas sólo puede ser entendida por una mezcla de confusión jurídica sobre el concepto de huelga y del consabido terror paralizante que asalta al gobernante cuando se ve obligado a reprimir las actuaciones de colectivos particularmente beligerantes. El problema que plantea tal pasividad es que siempre acaba propiciando una escalada en las medidas de los manifestantes y que en este caso ha degenerado en una auténtica guerra de guerrillas, regida por las leyes de la selva y del hampa, en el seno de la cual se han llegado a realizar innumerables delitos contra derechos colectivos e individuales: desde delitos relativos al ejercicio de los derechos fundamentales y libertades públicas (como manifestaciones ilícitas, atentados, resistencia y desobediencia a la autoridad o desórdenes públicos) hasta delitos contra la seguridad del tráfico, daños, amenazas, coacciones, detenciones ilegales, lesiones e incluso tentativa de asesinato utilizando el incendio como medio alevoso.

De la educación primaria debería salirse ya, al menos, con dos ideas claras: la primera, que el monopolio de la fuerza pertenece al Estado; la segunda, que la existencia de un móvil legítimo en el obrar es completamente irrelevante para justificar injerencias en la esfera de derechos ajenos y que, cuando tales injerencias se convierten en delitos, dicho móvil ni siquiera puede servir de atenuante.

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