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Columna
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Lei de Caixas

Por algún motivo los gallegos tenemos una rara relación con el dinero. El país es más rico de lo que parece. Pero a veces se diría que no hay en él más que pobres de solemnidad, que apenas sí tienen para comprarse unos zapatos nuevos, como si todos hubiésemos nacido en Corea del Norte o en Guinea. Es una forma de coquetería un poco extraña, y que suele ser más frecuente en aquellos que gozan de excedentes. No estoy negando que muchos gallegos lleguemos pelados a fin de mes ni que algunos de nuestros bolsillos sean más insondables que los de Carpanta. Pero si alguien afirma que él no es, en el fondo, más que un pobre niño de aldea o posa en una foto con casco de obrero podéis estar seguros de que ese hombre está convencido de sí mismo y siente que ha llegado.

De hecho, Galicia tiene dos o tres bancos y un par de cajas de ahorros de cierta solvencia. Es un dinero, sobre todo el de las cajas, que tendría algo que decir sobre el futuro del país. No hay que olvidar que en España la geografía de las cajas de ahorros coincide con la del catolicismo. Nacieron al calor de un afán social que quería aliviar ciertas ineficiencias o desigualdades del dinero. Es una especificidad que hay que preservar en su sentido, modernizando su gestión. Y, de hecho, a pesar de ciertos intentos de convertirlas en bancos privados las cajas han resistido hasta hoy esa tentación.

Ese carácter ambivalente de las cajas tiene dos dimensiones. Es importante, por un lado, que su gestión se haga más transparente. La elaboración de una Lei de Caixas, es (junto con reducir el clientelismo, limitar las tan generosas cantidades de dinero con que el gobierno anega los medios de comunicación privados y favorecer la independencia de los públicos) uno de los criterios -factibles y modestos- con los que el actual Gobierno debería de ser medido en orden a la democratización del país. Son medidas que no forman parte de un programa de izquierdas ni nacionalista. Es más bien una actitud liberal la que reclama esa política.

En un segundo sentido, es cierto que, como instituciones financieras, las cajas han de ser eficientes y solventes, pero su sentido e historia las obligan a tener objetivos que van más allá. No podría entenderse el tejido industrial vasco sin tener en cuenta el papel que las cajas han desempeñado. La fallida aventura de La Caixa y Gas Natural con Endesa evidencia también la sintonía entre esta institución y ciertas estrategias del Gobierno catalán, que tan mal humor han causado en algunos sectores de la capital de España.

En el caso gallego, está claro que las caixas han sido gobernadas con eficiencia, pero está menos claro que hayan contribuido especialmente al desarrollo del país. Ha habido inversiones discutibles (Ence, Audasa, por ejemplo) y una ausencia de los sectores estratégicos en los malos momentos no menos discutible. Con todo, las dos grandes entidades del país, de culturas y formas de gestión tan diferentes, han sabido llegar hasta aquí fuertes y saneadas. Una nueva Lei de Caixas debería, en todo caso, contemplar la democratización de sus órganos de gobierno. Dado el carácter semipúblico de estas instituciones, parece natural que el Gobierno o el Parlamento tengan representación en el consejo de administración de esas entidades, como sucede en Cajamadrid o Cajasur. Las formas en las que hoy se instituye la representación en esos órganos son obsoletas, opacas y facilitan una curiosa variante de centralismo democrático en la que la dirección coopta a aquellos que, se supone, tienen el deber de controlar su gestión.

Además, aunque, siguiendo la estela de La Caixa catalana son las actividades culturales y ciertas inversiones en medio ambiente las que marcan el gasto de la obra social de esas entidades, como en el pasado lo fue la creación de centros de la tercera edad , tal vez una Lei podría decir algo más sobre ello de lo que lo hace la norma en vigor. No cabe duda de que la elaboración de una Lei de Caixas podría favorecer sinergias entre la actividad de los gobiernos y la de esos instrumentos financieros. Es bueno que sea así y los propios gestores han de verlo como razonable aunque tenga para ellos el coste de pasar de ser una especie de monarcas absolutos a la condición más modesta, pero no menos importante, de monarcas constitucionales.

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