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Columna
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Libertad de idioma

Hemos podido leer en los periódicos que la Mesa por la Libertad Lingüística había reunido a unos centenares de personas en A Coruña contra la "imposición del gallego". Bajo ese lema los manifestantes reclamaban tanto la derogación del decreto que regula el uso del gallego en la enseñanza como el Plan de Normalización Lingüística. Aunque la cifra de participantes no da para que los que la han convocado hagan repicar las campanas en señal de júbilo sin duda es bueno que esto haya sido así. La sociedad gallega es plural y conviene que se contemple a sí misma en sus diferentes rostros, incluso cuando algunos de ellos no complazcan nuestra sensibilidad ni confirmen nuestros prejuicios.

Sus pretensiones son parecidas a las de aquéllos que esgrimen el derecho de no pagar impuestos

Dicho esto ¿son liberales las propuestas de los que abogan por la así llamada libertad lingüística? Y es que en España, según afirma la Constitución, existe el derecho, pero también el deber, de conocer el castellano. Es de suponer que esa cláusula se le ocurrió a alguien que, precisamente, temía por la salud que el castellano podría tener en las nuevas condiciones que estrenaba España después de muerto Franco. Si en efecto los que abogan por la libertad lingüística fuesen efectivamente liberales deberían impugnar la Constitución dado que obliga al conocimiento del castellano. Pero no es la libertad lo que parece llevarles a plantear sus exigencias, sino el deseo de plasmar la supremacía del castellano.

En realidad, sería posible no sólo que hubiese padres que quisieran que sus hijos aprendan únicamente en castellano, eusquera, catalán o gallego, sino en algunos de los muchos idiomas que los nuevos inmigrantes traen de sus tierras. Sería pensable que no hubiese una norma que regulase esas situaciones, dando por hecho que la realidad tendería a facilitar la comunicación y la integración entre diversas comunidades. Así sucede, de hecho, en algunos países. Entiendo que la defensa de esta posición sería más propia de liberales. Estos incluso podrían llevar más allá sus puntos de vista, hasta las fronteras del anarquismo -que a veces coincide con las del fundamentalismo religioso- y pensar que el estado no tiene derecho a educar a los propios hijos.

De hecho, a veces se arguye que los padres tienen derecho a escoger el idioma en que se escolariza a sus hijos. Sin embargo, en España la educación además de ser gratuita es también obligatoria y ha de atenerse a los preceptos constitucionales. Y, por supuesto, las dos normas que ellos impugnan no sólo resultan de que los partidos representados en el Hórreo las hayan aprobado -es de suponer que juzgando que así representaban la opinión de sus electores- sino con la necesidad de regular la presencia del gallego para dar curso a la exigencia, también constitucional, de cooficialidad. Finalmente, la Mesa tiene que saber que el Tribunal Constitucional ha sancionado la legalidad de la ley catalana en sentencia de diciembre de 1994.

De todo ello se deduce que la Mesa y otras agrupaciones afines de la misma constelación tienen que saber que sus pretensiones son muy parecidas a las de aquéllos que esgrimen la libertad para darse el derecho de no pagar impuestos, que sus exigencias pretenden modificar el edificio del bloque constitucional en la línea del ala dura del PP y de UPD, y que lo que ellos llaman "imposición" es, en realidad, la resultante del reconocimiento legal de la pluralidad lingüística existente en el estado español. De hecho, es posible comprobar que ninguno de los padres que integran estas asociaciones han escogido la vía de la objeción, como sí lo han hecho aquéllos que, por motivos morales, e impulsados por las autoridades eclesiásticas, se niegan a que sus hijos reciban clases de "educación para la ciudadanía". Saben que el derecho no les asiste.

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Tal vez a algunos no les guste esa pluralidad y sueñen con el ocaso de los idiomas no castellanos que el totalitarismo pretendió. Tal vez otros sientan, intentando conjurar la memoria de la modestia de sus orígenes, que preferirían que ese idioma que ha soportado tantos estigmas -el desprestigio del pueblo que lo hablaba- desapareciese de la faz de la tierra. Pero han de saber que la España y la Galicia democráticas se fundaron en la idea de que la diversidad es un hecho y además un bien a proteger. En ruptura, precisamente, con el poso que manipulan los aprendices de brujo de los modernos herederos de la España Una. No hay ni que decir que una de las paradojas de tan curioso liberalismo es que sólo reclama los derechos de una parte de los ciudadanos. Ni por un momento se han parado a pensar que también aquellos padres que quisieran ver educados a sus hijos sólo en gallego carecen de la posibilidad de hacerlo.

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