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Reportaje:

Nostalgia de la escuela progresista

Los niños de la guerra recuerdan cómo eran las clases de la II República

El 14 de abril de 1931, una niña de nueve años caminaba hacia la Puerta del Sol de Madrid de la mano de sus tíos entre una muchedumbre alborozada. Eso ocurrió tal día como ayer. Setenta y nueve años después, antes de salir de casa para tomar parte en una concentración en recuerdo de la proclamación de la República en Vigo, Maruja Torrado Calleja recuerda perfectamente que llevaba "un lacito prendido en la chaqueta con los colores de la bandera tricolor". Desde que se puede celebrar el aniversario, Maruja y su prima, Margarita Caballero Calleja, procuran no faltar. "¡Qué alegría había en la calle ese día! ¡La gente salía de sus casas y se abrazaban unos a otros!", dice Margarita, que vivió el cambio político con siete años.

Margarita dejó de ir a clase en la guerra para que no contase lo que oía en casa
"En geografía trazábamos viajes imaginarios", dice Maruja Torrado

Aquel día empezó el primer vuelco de unas vidas azarosas que quedarían después definitivamente marcadas por la Guerra Civil. Pero antes de que la dictadura oscureciera muchas existencias, la Segunda República abrió las ventanas para que entrase aire en un país enmohecido. A pesar de que la brisa duró poco, algunas corrientes fueron lo suficientemente persistentes como para revolucionar algunas cosas. Y la educación quizá fuese una de las más importantes.

"No recuerdo que nos hablasen de política en clase, pero sí que nos explicaban que había que mejorar las condiciones laborales y sociales de los padres para que los niños y las niñas pudiesen estudiar y no tuviesen que ponerse a trabajar tan pequeños. Otro mensaje insistente era el de lograr la igualdad entre hombres y mujeres. Nuestros profesores decían que las mujeres no podían estar supeditadas a los hombres", cuenta Margarita, hija del militante socialista Mauro Caballero, un colaborador del diputado del PSOE por Pontevedra José Gómez Osorio, que se pasó tres años escondido de los falangistas en su propia casa. Hasta 1936, asistió a un colegio público, gratuito, laico y mixto ubicado en el edificio que ahora ocupa la Cámara Agraria Provincial, en la Praza do Teucro pontevedresa. Tampoco Antonio Vázquez Mariño, nacido en 1929, rezaba en su escuela de la parroquia viguesa de Cabral. Estaba cerca del lugar en el que sus tíos Juan y José enseñaban "a leer, escribir y las cuatro reglas" a adultos por las noches; era el local del sindicato agrario de Cabral, presidido por Amante Caride Rodríguez, un trabajador del naval que fue paseado en Monteferro (Nigrán) y rematado en Baiona con una inyección letal.

El vicio de leer, que Margarita conserva intacto, al igual que Maruja y Antonio, se lo inocularon unos maestros "que venían a dar clase con mucho entusiasmo en un clima de respeto y de mucha camaradería". "Nos pedían que compusiéramos redacciones con nuestras propias ideas", evoca su prima Maruja, quien pasó su infancia entre traslados y fue escolarizada brevemente en Barcelona. "Se me daba muy bien inventar cosas y me encantaban las clases de geografía, en las que trazábamos viajes imaginarios".

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La lectura fue uno de los ejes de un programa educativo destinado a formar ciudadanos instruidos en una nación nueva que heredaba un millón de niños sin escolarizar y una tasa de analfabetismo del 32% pero también el aliento de la Institución Libre de Enseñanza de Francisco Giner de los Ríos, que desde finales del siglo XIX promovía la reforma de la instrucción pública. La Segunda República convirtió al colectivo en símbolo de libertad intelectual e impulsó sus innovaciones pedagógicas: creación de bibliotecas ambulantes, reuniones públicas, escuelas nocturnas y las célebres Misiones Pedagógicas, que implicaron a artistas e intelectuales en la culturización del medio rural. No sólo se construyeron escuelas y se ampliaron las plantillas del magisterio, sobre todo durante el bienio reformista 1931-1933, sino que la profesión docente se vio dignificada con mejores sueldos y más oportunidades de formación, además del amparo legal de una Constitución (1931) que consagraba la libertad de cátedra y de conciencia. La renovación de la red escolar supuso una inversión de 400 millones de pesetas.

Mientras duró la guerra, Margarita dejó de ir a la escuela. Su familia temía que la niña pudiese hablar de lo que ocurría de puertas para adentro: el padre oculto y los hermanos, Federico y Carlos, afiliados a la CNT y a las Juventudes Socialistas, respectivamente, encarcelados. Cualquier comentario, incluso los más inocentes con las amiguitas del barrio, podía poner a todos en peligro. Al término de la contienda, se incorporó ya al instituto para cursar 2º de Bachillerato. Las variaciones fueron notables: había crucifijos en las paredes, los curas volvían a dar clase y la religión se estudiaba en el colegio. Lo que más le llamó a ella la atención fue la actitud de sus profesores, cuyo comportamiento evidenciaba "que estaban cumpliendo una obligación".

Margarita Caballero y su prima Maruja Torrado, en la casa de la primera.
Margarita Caballero y su prima Maruja Torrado, en la casa de la primera.Lalo R. Villar

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