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Columna
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Pagar impuestos

Los impuestos son un mal necesario. Porque sin ellos no es posible financiar la gran cantidad de bienes y servicios públicos que hacen de nuestra una sociedad un cuerpo más justo y mejoran la eficiencia de la economía. Por eso necesitamos sistemas fiscales bien diseñados, que proporcionen recursos colectivos suficientes, en el que cada uno contribuya de acuerdo a sus posibilidades, que distorsionen lo menos posible los incentivos de los individuos, y en los que todos paguemos. Desafortunadamente en España y en Galicia lo anterior se cumple solo parcialmente. Vayamos por partes.

Los impuestos municipales en Galicia, dejando al margen a las siete ciudades que superan los 50.000 habitantes y alguna honrosa excepción, navegan en la abstinencia fiscal. Sus ciudadanos pagan mucho menos que los del resto de España. Los servicios públicos locales son malos y las cuentas se cuadran, más o menos, con transferencias y subvenciones discrecionales de Xunta y Diputaciones. Lo que quiere decir que se paga con el dinero que debería destinarse a la sanidad o la educación de todos, los servicios que algunos no quieren pagar de su bolsillo. ¿Qué hacer? Condicionar el volumen de recursos transferidos a la normalización y convergencia tributaria. La Xunta puede hacerlo ya mismo, si existiese voluntad política. Pero eso supondría, entre otras cosas, renunciar a la discrecionalidad en la asignación de los recursos públicos y a un instrumento táctico.

Al margen de los paraísos fiscales, debe haber pocos países donde se trate mejor a los ricos

En segundo lugar, el fraude fiscal en España es muy elevado. En un reciente estudio publicado por la Fundación de las Cajas de Ahorros, se apuntaba a una economía sumergida equivalente a casi el 20% del PIB oficial y un fraude fiscal equivalente a 7-8 puntos del PIB oficial: si de repente todos los españoles, personas físicas y empresas, cumpliesen escrupulosamente sus obligaciones fiscales acabaríamos el año con superávit, frente a los seis puntos de déficit público previstos. Es necesario que el Gobierno central se tome más en serio la lucha contra esta lacra que desanima a los cumplidores, cercena el erario público y provoca injusticia fiscal. La realidad es que en los últimos años no se ha puesto, ni de lejos, las mismas ganas que en otros frentes, como el de la siniestralidad viaria y la violencia doméstica.

Aunque si hablamos de injusticia fiscal no hay que perder de vista las reformas de la última década en España: supresión parcial del IAE, exterminio del impuesto de sucesiones, rebajas fiscales a las rentas y plusvalías del capital, eliminación práctica del impuesto sobre el patrimonio... dejando al margen paraísos fiscales, debe haber pocos países desarrollados en el mundo donde la fiscalidad trate mejor a los ricos.

Analizando lo ocurrido con perspectiva, me parece que la explicación se encuentra en la combinación de tres factores: la falta de un proyecto fiscal claro en la agenda del PSOE dirigido por Rodríguez Zapatero, los excedentes fiscales que proporcionó el boom inmobiliario y que permitían compensar todas esas rebajas fiscales, y unos intereses de los colectivos afectados que son más fuertes y sólidos que los principios fiscales socialdemócratas del actual Gobierno. Desde luego, en estos momentos cuesta imaginar en qué se hubiese diferenciado la política tributaria del Partido Popular si hubiese gobernado en España en los últimos años.

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Por eso, la marcha de Rodríguez Zapatero no debería ser aprovechada solo para reposicionarse bien en el PSOE y en las listas electorales. Si los socialistas quieren tener opciones de victoria en las próximas elecciones generales no les va a llegar con una mejora de la economía y un buen candidato. Necesitan reflexionar y ofrecer proyectos atractivos para sus votantes potenciales en muchos ámbitos, el tributario incluido. La improvisación reiterada acaba desanimando hasta al más leal.

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