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Columna
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Paz o territorios

Mirándolo desapasionadamente, desde que el Estado moderno decidió hacerse cargo de Galicia, después de siglos de ser oficialmente Reino pero realmente tan sólo carne de diezmos y levas, el trato mejoró algo, pero la organización no demasiado. El esquema decretado de provincias y ayuntamientos fue un intento de, como diríamos ahora, resetear los viejos mapas que no dejó nunca de fallar. El franquismo, que era un sistema que hacia abajo era ordenancista, para decirlo suavemente, y hacia arriba era la consagración de ley de la selva, no hizo más que perpetuar ese desorden, sin hacerlo precisamente menos injusto. Después de dos siglos de intentos de domar las antiguas realidades territoriales en aras de la racionalización y/o del control, el asunto sigue dando coletazos o bien ha generado nuevos problemas.

Las provincias y sus instituciones tienen con la realidad social y económica una relación similar a la que el propietario del casino de La saga/fuga de J.B aplicaba a las de los uniformes con los camareros: es más fácil encontrar un camarero que calce perfectamente el uniforme existente que adaptar el traje al candidato a camarero. Hablar de ayuntamientos es tan preciso como hablar de animales, porque el concepto comprende tanto al elefante como a la miñoca. Dentro de lo que podría ser la clase de los mamíferos, los ayuntamientos medianamente complejos capaces de asumir servicios, las corporaciones por lo general han gestionado aceptablemente asuntos como festejos y promoción cultural, asistencia social y parques y jardines. Y han cosechado fracasos grandiosos en transporte público y urbanismo, por no mentar bichas como vivienda. Es decir, suspenden en aquello que podíamos llamar asignaturas transversales, aquellas en las que la organización territorial oficial colisiona con los asentamientos poblacionales reales. Como sufrirá la inmensa mayoría de los que están a ese lado de la página, en Galicia, en cuestiones de transporte público, trasladarse entre dos ayuntamientos limítrofes de un mismo hinterland urbano recuerda lo que debió de ser vivir en Berlín en distintos lados del muro.

La racionalización territorial fue una de las muchas tareas pendientes que el PP pudo y debió acometer, aprovechando su poder urbibus et orbe. Dilapidó la ocasión, y gastó la pólvora en salvas como la de la comarcalización, quizás porque el objetivo era demasiado galleguista o porque calculó que habría más trabajo que beneficio, cuando no pérdida. Pero los conservadores sólo tienen una parte alícuota de culpa. La veterana mancomunidad de ayuntamientos -casi unánimemente socialistas- del área de A Coruña, no sirvió nunca para nada, aunque bien es cierto que debido posiblemente a que su presidente, Francisco Vázquez, no convocó nunca reunión alguna. Los sucesivos gobiernos de Vigo ni han conseguido ordenar el propio término municipal y han dejado tan ingrata tarea en las creativas manos de la iniciativa individual y privada. Ahora que el Gobierno gallego parece decidido a afrontar el problema, dentro de la timidez que lo caracteriza, los gobiernos locales de su mismo signo se muestran, o eso parece, más preocupados por sumar un entorchado o acumular cuota presupuestaria que por afrontar problemas reales de los ciudadanos, sean directamente vecinos o no.

Quizás sea un problema de personas, de que los regidores tienen poca altura de miras o un excelente ojo para detectar charcos. O quizás sea un problema estructural, y lo que los alcaldes tienen es tan escaso margen de maniobra bajo las luces como posibilidades de manga ancha en las sombras. Más o menos, la misma impotencia que sufre la administración autonómica con respecto al sector de la energía eólica: se le hurta la capacidad de regularlo en beneficio de todos los ciudadanos, como intentó hacer la actual Consellería de Innovación e Industria, pero en el pasado no hubo problema alguno para gestionarlo como un botín, adjudicando graciosamente concesiones más que jugosas a sociedades de amigos, nobles rivales y demás familia. No siempre fue así. El Estatuto de Autonomía de 1936 lo consiguió desbloquear, con una mayor fragmentación y confrontación política que ahora, una asamblea de ayuntamientos en la que participó el 77% de los municipios, que representaban el 85% de la población. Si ahora dependiese de la generalidad de los municipios algo más que el alcantarillado, crucen los dedos para que no vuelvan los diezmos y las levas (y para muestra, véase el tema sueldos).

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