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Columna
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Ramón Piñeiro y la CÍA

Siempre se ha acusado a Ramón Piñeiro de haber sido agente de la CIA. Podría haberlo sido, como el filósofo Isaiah Berlin lo fue de los servicios secretos británico. Lo más probable, sin embargo, es que el ensayista gallego no haya pisado jamás las oficinas de Langley, la sede central de la agencia en el estado de Virginia, lo que tal vez debemos lamentar. Al fin y al cabo el PNV colaboró con la OSS -la Oficina de Servicios Estratégicos, antecesora de la compañía en los años de la Segunda Guerra Mundial- desplegando una gran actividad en América Latina y en todos aquellos lugares en que los nacionalistas vascos tenían presencia. El entonces Lendakari José Antonio Aguirre puso a miles de exiliados a trabajar con los norteamericanos. Cabe indicar que Vázquez Montalbán noveló en El caso Galíndez a uno de los miembros de esta red asesinado por Trujillo, el dictador dominicano. A Galíndez también está dedicada La fiesta del Chivo, la novela de Vargas Llosa.

"La acusación contra Piñeiro es una muestra más de la frivolidad del país"

Si Ramón Piñeiro y el Partido Galeguista hubiesen hecho lo mismo habrían estado en su perfecto derecho y, desde luego, no sería malo si a través de ello se obtuviese algún resultado tangible para la causa de Galicia. Lo que les habría guiado sería lo mismo que a los nacionalistas vascos: lograr más peso e influencia en la potencia que podía derrotar a Hitler y a Franco, o condicionar el momento de su desaparición de la escena. Ramón Piñeiro que colaboró con el PNV en aquellos años y que compartió estancia en la cárcel con Koldo Michelena muy bien podría haber compartido esta visión y nada se habría podido objetar a ello en aquellas circunstancias. Lo que hay que lamentar no es que Ramón Piñeiro fuese o no agente de la CÍA, sino que el galleguismo no tuviese valor alguno a los ojos de los estadounidenses.

A mí me agradaría pensar en que Allen Dulles, el primer director de la CIA, u otro de sus oficiales, aguardase impaciente por la llamada y los informes de sus miembros gallegos. Me agradaría que supiesen de Galicia, que tuvieran una lejana idea de sus aspiraciones de autogobierno, de los planes de la oposición a Franco. No es esta la actitud usual en Galicia, sin embargo. De hecho, lo más probable es que los que dirigían esta acusación contra Piñeiro no creyesen en su verosimilitud y que simplemente la lanzasen a beneficio de inventario. Es una muestra más de la frivolidad del país, que nunca se toma en serio a sí mismo.

Más certero es suponer que no le hizo ningún bien a Galicia el así llamado "culturalismo". La resolución que tomaron los miembros del Partido Galeguista, y no sólo Ramón Piñeiro, de abandonar la lucha política en favor de la actividad cultural a través de la fundación de la Editorial Galaxia puede entenderse tomando en consideración la debilidad del movimiento, lo reducidas de sus fuerzas, el afán de la búsqueda de alguna posibilidad de acción legal. Es fácil imaginar a Ramón Piñeiro, a los hermanos Saco o a algunos de los que todavía hoy sobreviven recogiendo, entre el miedo y la represión, negativas y más negativas de gentes que habían experimentado en sus carnes las sevicias de Franco. Pero está claro que la herencia que dejó tras de si aquella decisión es harto magra.

Todavía hoy la política gallega se resiente de la ausencia de una fuerza equivalente a Convergencia Democrática de Catalunya. Muchos sociólogos y politólogos han creído durante años que en el arco parlamentario gallego había espacio para una fuerza nacionalista de centro, firmemente comprometida con el país y representativa de una parte de sus clases medias y empresarios. Tal vez el tiempo haya pasado ya para que surja algo así y, desde luego, la evolución actual del BNG se explica por un deseo de ocupar no sólo el espacio de la izquierda sino ese lugar hoy vacío.

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Pero de haber existido alguna vez esa posibilidad lo lógico es que se cimentara en los años sesenta, cuando ya el franquismo expiraba y las expectativas de cambio empezaban a fraguar. Ese era el momento. Se dejó pasar la oportunidad, sin embargo. Ello ha deparado no sólo la larga hegemonía del Partido Popular sino un evidente retraso en el ritmo de la modernización económica, un impasse en el cambio de las elites y, por supuesto, un retroceso de la lengua del país. Algunos opinarán que lo que sucedió era inevitable. No podemos saberlo, aunque el breve éxito de Coalición Galega y ciertos indicadores sociológicos alimentan otro criterio. En todo caso hay cosas que son irreversibles.

Además, la cultura tiene una importancia relativa, especialmente cuando se toma como una forma de distinción social. Si de algo hemos de alejarnos es de esa forma de ineficacia, de ese cierto espíritu de casino de caballeros tan del país al que el galleguismo y el nacionalismo no han sido ajenos -también ellos, pero no sólo ellos-. Uno puede pertenecer a Kakania, el círculo encantado de la decadencia centroeuropea retratado por Musil, hablando de Zizek o acudiendo al concierto de Schubert de la tarde sólo para mostrar el resplandor de la propia irrelevancia y tontería.

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