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Columna
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Teoría del pan

Galicia ha vivido, en los últimos cuarenta años, un enorme éxodo del campo a la ciudad. Es un fenómeno de proporciones históricas, que ha obligado a muchos gallegos a la búsqueda de una nueva identidad personal arraigada en las urbes. Esa nueva identidad personal no ha dejado de crear paradojas. En la Vilalba de mi infancia se tildaba de "desertores del arado" a aquellos que abandonaban las tierras para emigrar a la ciudad. Era una especie de orgullo campesino que resultaba raro. Al fin y al cabo, la vida rural -salvo en las Églogas de Virgilio, en Rousseau y poco más- ha sido universalmente denostada. "Eres do monte" era, y sigue siendo, uno de los insultos más recurridos del país. Sea el Cadramón, Coirós o Cuspedriños hemos tenido en cada zona del país un chivo expiatorio con el que curarnos de nuestras propias heridas, que aún supuran.

Supuran porque, si los datos no fallan, el grueso de la población de Galicia proviene de un universo popular de manera inmediata. Es gente que no ha heredado los signos de la estilización urbana, sino que ha tenido que hacerse con ellos mediante un enorme gasto de energía. Cada vez que el urbanita de reciente integración, o el recién llegado a la admirada clase media, profería su desdén por la vida rural, marinera y popular lo hacía contra sí mismo. No contra sus abuelos, o contra un lejano origen. Sino contra algo muy inmediato e íntimo.

Desde luego, es muy comprensible que la vida urbana haya sido, para sucesivas generaciones de gallegos el espejo de lo deseable. Al fin y al cabo, eso quería decir que podrían emanciparse de las densas relaciones que en las aldeas y pueblos colocaban a cada uno una etiqueta en función de su familia o clan, y una posición social que tendía a ser fija e inalterable. Las ciudades -incluso las nuestras, tan pequeñas- toleran un mayor individualismo. Permiten un gradiente mayor de autonomía.

Pero esa ganancia, indudable incluso en un país donde las burguesías locales -mayormente profesionales y comerciantes, con algún que otro empresario trufado- siguen teniendo un indudable aroma decimonónico, y donde el ideal social generalizado es vivir de rentas, a la manera de los viejos hidalgos, llevaba consigo una cierta dolorosa impostura. Desde luego, es fascinante el espectáculo de la Galicia contemporánea, en la que es posible divisar arribistas de no menor interés que el Julien Sorel de Rojo y negro, o constatar la existencia de pijos con gran amor por la sobreactuación. Yo he sentido vergüenza ajena en la ópera en una ocasión en la que un grupo de aficionados montaban una escandalera para dar a entender su condición de expertos. El arte del parvenu es tal vez el tema mayor de nuestro paisaje social contemporáneo.

No es posible que uno no quede estupefacto ante el milagro de la Ponte do Pasaxe, en A Coruña. Millares de coches salen cada fin de semana "para ir a la aldea" a visitar a parientes y proveerse de chorizos y grelos, y, también, a efectuar una cierta transubstanciación de su yo público. Lo mismo sucede en Vigo, Santiago o cualquier otra ciudad del país. Mucha gente ha tenido o ha querido construir su identidad, y sus formas de distinción social, contra su origen. Es este un fenómeno generalizado en Galicia y que afecta no sólo a la conducta lingüística, sino a un enorme repertorio de actitudes que ponen en contraste mundos ideales.

La identidad moderna gallega está fundada en gran parte sobre esta censura del origen, asociada a sentimientos de vergüenza social y a una cierta ansiedad derivada de no saber manejar apropiadamente los códigos de la nueva posición. Todo ello conforma un magma espeso, lleno de ambigüedades que determinan muchas conductas. Cierta rigidez y envaramiento son una resultante de ello, dado que la inseguridad en la nueva adscripción social obliga a interpretar la partitura de los nuevos códigos de modo no natural. Las buenas maneras, el diseño y la decoración, la segunda residencia, son cosas buenas en si mismas que han venido, sin embargo, a convertirse tantas veces en una especie de tuneado compulsivo.

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Lo mismo puede decirse de la trascripción política. Que nuestras clases medias recientes se expresen política o culturalmente en clave "españolista" o "galleguista" depende no tanto de una sutil ideología como de la manera en que elaboren su pasado, y de lo lejos que estén de él, o quieran estarlo idealmente. El asunto es estilizar la propia figura.

Es este, en todo caso, un fenómeno de transición. Previsiblemente cuando el origen haya quedado realmente atrás será cuando se produzca una reconciliación con ese pasado. Sucede con esto como con el pan: ahora que el elaborado en las aldeas en hornos de leña ha desaparecido, sustituido por panes industriales, nuestras ciudades se han llenado de panaderías en las que se oferta, con mayor valor añadido, el pan llamado "artesano".

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