_
_
_
_
_
Reportaje:

Los adolescentes entran en prisión

La penitenciaría de Teixeiro promueve visitas para concienciar a los jóvenes del peligro de la droga

Pablo Linde

Cuando cada tarde se cierra la puerta de la celda, los presos tienen por delante 14 horas de reclusión en seis metros cuadrados. Durante 10 minutos, los alumnos del IES Breamo de Pontedeume se pusieron ayer en el cuerpo de un interno de la prisión de Teixeiro. Y estas fueron algunas de sus sensaciones: "Frustración, tristeza, agobio, miedo, soledad, aburrimiento, incomodidad, culpa, ansiedad, depresión, nostalgia, ira, impotencia".

La idea promovida por la unidad terapéutica educativa de la penitenciaría se basa en que los adolescentes sepan dónde puede llegar cualquiera de ellos por el camino de las drogas. Porque el módulo en el que estuvieron ayer es el que ocupan los toxicómanos que voluntariamente han accedido a un programa de rehabilitación. Es muy diferente del resto de la cárcel, un lugar que, como insistían los funcionarios de prisiones, edulcora el concepto de la reclusión y poco tiene que ver con la crudeza de cualquier otro módulo.

Tras la breve estancia en una celda, los alumnos, por grupos, pasaron casi dos horas charlando con varios reclusos que respondieron a sus preguntas y les contaron cómo llegaron allí. El motivo de base fue el mismo para todos ellos: la droga. Y la historia, muy parecida: "Fumas porros en el instituto, un amigo mayor te ofrece cocaína, te metes un tirito, pasas a hacerlo cada sábado, después también los domingos, los lunes, los martes... y el dinero se acaba. Entonces tienes que robar para conseguir droga y acabas aquí". "Probé la coca en enero; en agosto ya no tenía nada", resumía uno de los presos.

Primera persona

Los alumnos, hastiados de que expertos en drogas les contasen sus efectos y les describiesen la marihuana como puerta de entrada a otros estupefacientes, confesaban el impacto que les supuso ver a jóvenes no mucho mayores que ellos contando su experiencia en primera persona, algo que repetían una y otra vez cuando se les preguntaba por la experiencia.

En la visita a la penitenciaría, la primera impresión de los estudiantes es una sorpresa por la aparente normalidad que se respira en un módulo donde los internos se mueven con relativa libertad durante el día. Hacen deporte, van a clase, al gimnasio, a la sala de informática. Las instalaciones tienen mejor aspecto que las de muchos institutos. Pero los educadores de la prisión quieren que, sobre estas percepciones, se impongan las sensaciones de una celda cerrada, de la falta de teléfono móvil, tener lejos a la familia y verla muy de vez en cuando, no poder abrir una puerta.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_