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Reportaje:

Un cine en la bodega

Ernesto Romero mantiene activo desde hace 25 años el Novocine de Leiro

Ernesto Romero tiene un cine como un Mecano metido en casa. Una isla gozosa en una esquina de Leiro (en O Ribeiro, Ourense), a dos pasos de las viñas que cultiva. Ernesto Romero baja las escaleras de su vivienda unifamiliar y abre las puertas del bajo como quien separa las cintas de un regalo. Allí aparece esplendoroso su juguete: 144 impolutas butacas alineadas frente a una pantalla de 6x3 con seis canales de sonido y la acústica recientemente mejorada. Un centenar de butacas sobre el impoluto suelo de listones de madera sin pulir, una mínima sala de proyección anexa a una escueta taquilla y, al otro lado, un minibar con chocolatinas, bebidas y frutos secos, con su pasillo y sus váteres al fondo.

El sótano cuenta con taquilla, minibar y sala de proyección
"No es rentable pero engancha: esto es mágico", afirma el propietario

Ernesto Romero tiene su juguete en el bajo de casa, en el núcleo urbano de Leiro. Un cine contra todo pronóstico. Y los cerca de 200 vecinos, la mayoría agricultores jubilados, tienen en el pueblo su cine con proyecciones diarias en los meses de verano, y viernes, sábados y domingos, además de festivos y sus vísperas, durante el invierno.

"No es rentable", confiesa el empresario. Pero se resiste a cerrarlo. "Es que engancha: esto es mágico", sostiene aferrado a la nostalgia del blanco y negro (Casablanca por encima de todo), al zumbido del proyector, al rebobinado y vuelta a empezar.

Romero mantiene el culto al cine en una provincia en la que este negocio se escabulle y en un momento en el que la capital resiste el envite de Internet y la desgana con una sola empresa (con ocho salas) declarada ilegal por la Justicia hace apenas unas semanas. Pero Leiro es la retaguardia. Desde los años 30 hay sala de cine: el primero, el Avia, mudo. "Mis padres me llevaban de pequeño a ver a Joselito y Marisol al Cine Leiro y me embobaba", recuerda el empresario-agricultor, de 56 años, y detalla cómo después conoció en el instituto al hijo del dueño. "Y empecé a ir los domingos a ayudar con el proyector: estuve seis años así, trabajando y aprendiendo hasta que saqué el carné de operador".

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Pero en cuanto regresó de hacer el servicio militar, en los 70, para emplearse en el cine de su pueblo, éste había cerrado por falta de espectadores. Así que consiguió trabajo en el Teatro Cervantes de Vigo y más tarde en el García Barbón, "hasta que en 1982 la caja de ahorros lo compró". Romero regresó entonces a casa para trabajar las viñas familiares, pero el cine lo arrastró sin remedio.

"¿Quién monta un cine en mayo del 83 en un pueblo de Ourense, cuando todos cerraban?", se pregunta inculpándose de su tozuda ilusión. "Yo cojo todo lo que dejan los demás por falta de rentabilidad". La Xunta acaba de retirar la subvención para las salas de baja rentabilidad de los cines de pueblo. "¡Y después dicen que quieren fijar población en el rural!".

De momento, hace frente a la crisis y la escasa rentabilidad del Novocine, asumiéndolo todo: "Soy el dueño, el proyector, el acomodador, el taquillero, el que contrata las películas, el montador, el que cambia los carteles y el que vende las chuches". Pero cuando proyectó Alma gallega y salieron las escenas de la vendimia en O Ribeiro, tuvo lleno total. Naturalmente, Romero se ve totalmente reflejado en Cinema Paradiso, esa historia de amor por el cine de Giuseppe Tornatore. "Con 13 años acompañaba a mi padre, que era empleado de Fenosa, a leer contadores sólo porque el del cine había que leerlo en la máquina".

Como en Leiro apenas hay jóvenes, el Novocine suele acoger a los de Carballiño y O Ribeiro. Está al día y es más barato (tres euros la entrada). "Pero tengo algunos clientes semanales del pueblo, jubilados, que no se pierden una".

Entre pase y pase en el sótano de casa, el empresario sube al ático. Allí guarda otro tesoro: cientos de gramófonos, transistores de válvula, visores y máquinas de fotos en tres dimensiones, fonógrafos, vitrolas, pianolas, discos de comienzos del siglo XX (alguno de hasta un kilogramo de peso) rollos de canciones para piano que se tocan solas y postales y documentos. Un mundo de ensoñaciones en blanco y negro. "Siempre me critican porque compro cosas viejas, lo que nadie quiere, pero yo soy feliz entre todo esto", señala el resistente, mientras pone en la gramola, de impecable sonido, un éxito de Antonio Molina de los años cincuenta.

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