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Columna
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El delirio

¡Qué vergüenza! No podía ser más ridículo el colofón de la celebración de los primeros 25 años de vida del Parlamento de Galicia. Nadie hubiese podido imaginar que un día de tanto significado político, nuestros próceres acabasen discutiendo acerca de las esencias musicales, marcándose profundas discrepancias sobre a cuáles se ha de ceñir la interpretación del Himno Gallego.

¡Es que tiene coña! Cuando están abiertas las canales del debate estatutario, cuando aún sigue en lenguas la solidez del Gobierno de coalición, pues no es fácil entender que los coaligados se líen en peleíllas (y lo digo así, en diminutivo flojucho, porque son más tontas que serias), sobre los asuntos más peregrinos.

Hace unos días una conspicua diputada nacionalista, de vuelta de un viaje de visita a la diáspora gallega en América, lanzó dardos acusativos contra los socialistas por sus presuntos excesos partidistas en la relación con los emigrantes. No sé yo cómo se hacen los nombramientos en las respectivas consellerías, ni me interesa. Pero sí sé que una discusión como la que promovió esa diputada es una tontería de mucho cuidado que, por lo menos, parece que pone en evidencia a la coalición con cuya fortaleza debo suponer que ella está comprometida, aunque por sus actos podría deducirse lo contrario.

Luego vino esto de la irritación de los nacionalistas porque la presidenta del Parlamento haya incluido unas interpretaciones de flamenco en la celebración institucional de aquel aniversario, e incluso la del himno gallego con acordes de guitarra. El portavoz parlamentario de los nacionalistas se puso de los nervios, acusando a Dolores Villarino nada menos que de haber transgredido la Ley de Símbolos, es decir: juzgando ilegal que se mande interpretar a guitarra el himno gallego.

A mí me da igual con qué instrumento se toque o se deje de tocar el himno. Pero esa reacción de Carlos Aymerich me ha parecido también profundamente desafortunada. Primero, porque, como la de su compañera, sólo ayuda en la dirección contraria, pero también porque ha sido empacada con argumentos culturalmente irritantes. Que para manifestar su gusto o disgusto sobre "la especial querencia por el flamenco de la que hace gala el PSOE" (dixit), rememorar la "España de charanga y pandereta" dejando fluir una comparación obscena entre el flamenco y el aprovechamiento que de él, como de otras muchas cosas, hizo el franquismo, es una felonía. El flamenco tiene tanto que ver con aquella impostura como los chistes de gallegos con nuestra identidad nacional.

Pero es que además, hombre, a estas alturas de las cosas, ya nadie medianamente informado puede dudar ni atreverse a negar que el flamenco, precisamente gracias a rigurosos trabajos de recuperación histórica y artística, para librarse de aquella losa, es una de las expresiones culturales más densas e importantes del mundo. Y he dicho del mundo, sí, porque es así: del mundo. Que sean los andaluces, los extremeños o los gitanos los que mejor lo palpan no merma en nada esto que digo. Que ya no es una cosa regional, vamos.

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Un respeto, pues. Y sépase que cualquier contacto con una forma de expresión cultural de semejante fuerza creativa no puede ser malo para nadie. Si hubiese contagio, sólo podría ser para bien. Y repito, dicho esto, que me da igual cómo se interprete o se deje de interpretar el himno gallego, principalmente porque para mí, y podía hasta sospechar que para el señor Aymerich también, el himno no es una simple partitura, una mera pieza musical, sólo formalidad para el colofón de los discursos. No es eso.

Pero que, además, después de haber cometido ese atropello cultural, el señor portavoz del Bloque en el Parlamento de Galicia eleve el tono de la ridícula discusión pidiendo a la Presidencia del Parlamento que rinda cuentas sobre el gasto que haya podido suponer la contratación de los interpretes, a modo de te vas a enterar Mariló, es que ya es un delirio.

Aquí hay tropa que no parece saber de qué va la guerra.

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