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Columna
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La fuerza de Ramón Piñeiro

En sus Sentencias escribe el Duque de la Rochefoucauld "Hay personas tan ligeras y frívolas que no tienen ni verdaderos defectos ni sólidas cualidades". Ése no fue, desde luego, el caso de Ramón Piñeiro. Tal vez se equivocó a lo largo de su vida pero nadie que lo haya conocido puede dudar de que tenía la fuerza de un roble plantado ante el viento. Fue uno de los políticos más importantes del país, cualquiera sea la manera en la que lo juzguemos, y haríamos bien en detenernos a considerarlo, porque nos enseñaría muchas cosas acerca de Galicia.

Como tipo humano Piñeiro fue uno de los productos más importantes de las virtudes de los campesinos del país. No sólo por su origen rural o por el hecho de que esa psicología daba el tono medio de la época. Como ellos, tuvo tendencia al realismo y la prudencia. Algo, hay que sugerir, muy comprensible en un militante del Partido Galeguista que tuvo que acostumbrarse, como todos sus compañeros de clandestinidad, a sobrevivir en un medio hostil. Era un resistente, como lo fueron siempre los labradores, y aunque podía haber abdicado e irse a su casa como tantos otros -entre ellos algunos que después le criticaron- no lo hizo.

Como tipo humano fue uno de los productos más importantes de las virtudes de los campesinos del país

La leyenda negra que lo acompaña, los sarpullidos que levanta, son comprensibles. Al fin y al cabo, él expresaba la continuidad con el nacionalismo gallego de la época republicana. ¿Cómo entender que el mismo hombre que había luchado para mantener vivo el viejo Partido Galeguista, que había sido detenido por la policía franquista, que había pasado tres años en la cárcel, que casi había perdido en ella la vista, y que había hecho lo indecible para situar en el Gobierno de la República en el exilio a Castelao, el mito más perdurable de Galicia, abdicase del nacionalismo para recaer en un galleguismo a los ojos de tantos etéreo?

Esa pregunta expresa el reproche fundamental, muy legítimo, que persiguió a Ramón Piñeiro. Es un reproche que, ciertamente, puede extenderse a todo lo que quedó del galleguismo en el interior, dado que nadie dio muestras de querer iniciar otra andadura. Hubo diferencias puntuales, pero no de fondo. Un juicio negativo ha de extenderse, pues, a toda esa época del galleguismo y, en el fondo, ha de acabar decidiendo que fue un paréntesis que habría que borrar. No parece esa actitud muy inteligente.

Aunque también podría uno inquirir si acertaron los nacionalistas que, en el período crítico de la Transición, en vez de encabezar la lucha por la Autonomía se embarraron en un radicalismo gestual que hipotecaba su capacidad de influir. Las oportunidades las pintan calvas y caben pocas dudas acerca de lo mucho que se ha equivocado en sus opciones estratégicas el nacionalismo contemporáneo. Podríamos imaginar qué hubiera sucedido de contar Galicia con un gran partido nacionalista a la manera catalana o vasca.

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En todo caso, conviene recordar que en el franquismo las organizaciones que provenían de la República desaparecieron. No quedó apenas rastro de los anarquistas, ni de los republicanos de la ORGA e Izquierda Republicana, ni de tantos otros grupos. Sólo sobrevivieron a la debacle en forma organizada los comunistas y los galleguistas. También que, después de los Pactos de Yalta, el sueño de una derrota militar del franquismo se desvaneció. Ni que decir tiene que las puertas que se le cerraron a Piñeiro y sus compañeros fueron muchas. El miedo atemorizaba las conciencias.

La Editorial Galaxia era una forma de hacer algo. Además, a ella se podían acercar gentes que no querían comprometerse en actividades de mayor riesgo. Desde luego, el proyecto que los mantenía unidos en torno a la editorial era político, pero en algún momento empezó a hacer aguas. No por cobardía, sino por el paso del tiempo, que iba desdibujando el esfuerzo y, sobre todo, por lo limitado de las fuerzas a congregar. No sólo en el sentido numérico o social, sino porque les faltaban hombres de acción y con ambición política.

En un cierto momento aquellos jóvenes -Piñeiro, Fermín Penzol, Xaime Illa, Fernández del Riego- que no habían dudado en ser insolentes con Castelao, el santón de su partido, se vieron rebasados por otros jóvenes que, a su vez, se insolentaban con ellos. Se habían convertido, de la noche a la mañana, en hombres maduros que no conseguían entender el lenguaje izquierdista de la nueva generación. Ellos tenían, sin duda, más experiencia, sentido de la realidad, contactos. Pero todo eso no era nada ante el empuje de algo que les sobrepasaba.

Como resultado, aunque nunca dejaron de intentar diversas operaciones políticas -el PSG, más tarde el democristiano PPG- se fueron transformando en algo muy extraño. En "galleguistas históricos", una especie de Senado de notables, sin parangón en otras latitudes, que consiguió, poniendo en juego su legitimidad, un Estatuto de Autonomía no castrado. Hoy no sería -no va a serlo- posible.

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