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Columna
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Cuando fuimos hippies

No fuimos a San Francisco con flores en el pelo, ni tomamos LSD con Allen Ginsberg, ni la carretera de Ribeira era precisamente la Ruta 66, pero ahora que me acuerdo se cumplen 40 años de aquel verano de amor del 67 y California tiene algo de las rías a la hora del atardecer en la playa de Cabío e incluso nuestro Andrés Do Barro podía ser perfectamente un Jerry García de la vida con barbas de profeta que predicara la insumisión. Aun así sería falso decir otra cosa que en el 67 no era más que un niño y que cuando fui hippy de verdad ya había pasado Vietnam, muerto Franco y legalizado el PCE, y que por entonces en nuestras milagrosas expediciones a la costa, subíamos al 2CV existencialista de mi primo Luis, en busca de todas aquellas chicas que trabajaban en la fábrica de conservas Escurís y daban besos de molusco a los forasteros ansiosos de probar el amor libre que, con diez años de retraso, aparecía por fin en la sala de fiestas Las Delicias de Boiro, mientras nuestros dedos se agarraban como percebes a las ballestas de un cruzado mágico Playtex.

Nuestras madres ponían esmero en descosernos los Levis para parecer más modernos los domingos que cuando hacíamos surf amarrados a la cola de la vaca marela porque éramos chicos de campo, aunque aparentáramos fumar el Pall Mall de contrabando poniendo cara de estar tocando con Led Zeppelin. Y recuerdo que mis primas de Buenos Aires me habían traído la Obra Completa de Borges y mis senderos se bifurcaban en busca de la piedra filosofal todos aquellos inviernos de lluvia perpetua.

Cuando fuimos hippies ya estaba de moda John Travolta, pero en la Costa Oeste (es decir Palmeira, A Pobra) todo nuestro empeño era fliparnos con Heroine de Lou Reed y detenernos en un punto del camino a distinguir entre las drogas veniales y las intravenosas, tanto que todavía pongo cara de no mirar hacia el asiento de atrás y no distinguirlas de un juguete de hospital para un tiempo de desatino... Algunos murieron en aquel mismo camino que otros, pioneros más célebres, emprendieran con flores en el pelo y los libros de Marcuse como arma de destrucción masiva contra la intolerancia de una generación de padres que todavía soñaban con un destino para sus hijos. "Destino" era entonces una palabra marcial en cualquier conversación y aludía a un futuro de registrador de la propiedad, médico rural o maestro de escuela más que a una vida en las plataformas, aunque esta última era la encrucijada inevitable de toda una generación de jóvenes que, después de seis meses en el Mar del Norte, quemaba los neumáticos del Mirafiori en alguna carretera perdida. Hippies en el periodo más punkie de la historia que comentábamos en nuestra lengua proletaria los hallazgos del último disco de Pink Floyd. Culos de mal asiento que de un día para otro eran enviados a cumplir sus obligaciones militares en Melilla o en Canarias, entonces todos pasaban por Melilla o por Canarias, y que dos años más tarde venían ya definitivamente dispuestos a acatar el famoso destino del que hablaban sus padres: un empleo de aprendiz en las conservas, en el taller mecánico del cuñado, en el camión de las gaseosas o en la fábrica de aluminios...

Qué pronto pasó el verano de amor del 67 y del 77. La juventud parecía una droga blanda que no dejaba más rastro que una sonrisa diabólica antes de salir para una nueva romería; un día tocaba Lestrove, otro Laíño, otro las fiestas de Rianxo, y siempre escuchábamos la voz amenazadora de Pucho Boedo de espaldas a la negra sombra, invocando de nuevo que el aullido de Janis Joplin nos mandara a un lugar calentito en el infierno y no permanecer más tiempo encallados en el muelle de Rianxo, esperando un milagro, sí, esperando ese milagro que nos librara de la fábrica de conservas, del coñazo del aluminio, de la morfina que alguien le había incautado a un pariente moribundo y que nosotros suponíamos que era el mejor remedio contra nuestra mala salud de hierro y nuestro sagrado compromiso estético. Se cumplen 30, 40 años, qué más da...Los que sobrevivimos pedimos una corona de flores rurales para los que ya no están para contarlo.

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