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Columna
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No es el gallego, son los gallegos

La nueva administración intenta en serio asumir las competencias, administrar, gobernar en suma, y se enfrenta a una herencia de ficciones y mentiras. El caso de la lengua gallega es uno más. La lengua legalmente cooficial y reconocida en nuestro estatuto como "lengua propia" de Galicia.

Aunque en teoría era la administración autonómica la que tenía que garantizar que lo fuese, en la práctica no lo hizo. El gallego fue para queimadas e inauguraciones; lengua ritual. Ahora una estadística más demuestra que tampoco el sistema educativo cumple con la ley: un "fracaso insólito". No es exactamente insólito, lo sabíamos todos.

Pero basta de descansar todos los problemas sociales en la enseñanza. La escuela no es el bálsamo que cura todas nuestras irresponsabilidades. Más bien es nuestra coartada para no asumirlas. Y basta también de mirar solamente para la administración, ésta o aquélla, y para la política: somos nosotros los que verdaderamente decidimos. El gallego está en la situación histórica en que está porque la sociedad gallega así lo está decidiendo día a día. Con los condicionantes históricos que tuvimos y tenemos, efectivamente, pero al final la sociedad sopesa y opta. Y estamos optando por que desaparezca. Y no es un asunto cultural, es una parte más de un gran problema: nuestro fracaso histórico como país, el fracaso del gallego es el fracaso del país de los gallegos. Incapaz de dirigirse y solucionar sus problemas; de ser. El catalán no desaparece, ni el vasco, porque a pesar de no tener estado propio hay voluntad política de que el país no desaparezca. Y hay voluntad política porque hay voluntad social de que sea así.

En Euskadi y Cataluña todos saben que para integrarse y ascender socialmente hay que ser euskaldún o catalánhablante. Y por eso los padres castellanohablantes, en gran parte inmigrantes a esas sociedades prósperas, animan a sus hijos a que hablen catalán. Porque la mayoría queremos lo mejor para nuestros hijos y nos adaptamos a las reglas del juego vigentes en cada situación o lugar. Con los hijos no se juega. El castellano es, en estas familias de inmigrantes que desean integrarse, la lengua doméstica, y la otra, la del mundo social y profesional. Porque existen clases dirigentes y mundos profesionales poderosos que no se avergüenzan de ser vascos o catalanes sino que, al contrario, están orgullosos y garantizan la existencia de su cultura e intereses, de su país. Y parece que catalanes y vascos tampoco juegan con la economía porque les sigue yendo muy bien.

Aquí es exactamente lo contrario, somos como inmigrantes en nuestro propio país: son los padres gallegohablantes. El trabajo lo hacen las madres, quienes inducen a sus hijos a pasarse al castellano. Porque aquí las reglas del juego son inversas, todos sabemos que la gente que ocupa cualquier posición de poder es castellano hablante y, en los casos más benévolos, considera al gallego como algo rústico y a "conservar" litúrgicamente, en conserva. Es lo que hay, no tuvimos clase dirigente, tenemos unos pocos ricos incultos e ideológicamente colonizados que ignoran la historia de su país y desprecian su propio origen. Y la gente, como en todas partes, se adapta a lo que hay. No somos ni más listos ni más tontos que los demás.

La batalla no está en la escuela, está en las cabezas de los padres y madres que, con sentido común, no creen en las palabras huecas que se dicen sino en lo que sus ojos ven. Y lo que ven es que una mejor posición social para sus hijos pasa por no parecerse a sus padres y mucho menos a sus abuelos. Pasa por el autoodio. Por despreciar nuestra lengua, por borrar incluso el acento e imitar el deje de cualquier gilipollas, siempre que no sea de aquí.

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Que los enseñantes cumplan con su obligación, sí, pero como el resto de la administración. Como ese juez de A Coruña que se niega a reconocer nuestra lengua en su sala sin que nadie lo sancione. Como las televisiones que no respetan nuestros topónimos. Pero no bastará. El gallego sólo vivirá si la gente ve que es útil: que es necesario para prosperar aquí. Si tiene poder. Y o improvisamos mágicamente unas élites dirigentes que tengan cultura, orgullo y sentido nacional, decantación que lleva décadas o cientos de años, o bien hará falta una gran decisión política: un proyecto político nacional compartido por todos para hacer de estas diputaciones un país.

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