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Columna
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La guerra del AVE

La Historia que nos enseñaron era una interminable sucesión de guerras en todas partes (menos en Galicia, en donde no parecía haber pasado nada), trufadas de gestas de los nuestros en aquellas en las que participaron. No sé si hubo polémica sobre la definición del trazado de la Muralla de Lugo, y algo me suena sobre el incumplimiento de los plazos de construcción de la Catedral de Santiago, pero desde la mítica llegada del ferrocarril a Ourense, la historia de las obras públicas en Galicia repite exactamente el mismo esquema de batallas, victorias y -sobre todo- derrotas. Y ahora, cuando el recorte en las inversiones de Fomento parece aventurar en el horizonte de la política gallega los mismos nubarrones que la anexión de los Sudetes a la II Guerra Mundial, quizás sea el momento de reflexionar si vale la pena ir a la guerra, o ver a cuál.

La alta velocidad produce un "efecto succión": beneficia a la economía del polo más desarrollado

Víctor Vázquez Portomeñe, en una de las escasas -a mi pesar- entrevistas que le hice, contaba que el conflicto posiblemente más grave de los muchos en los que se vio envuelto en su vida política fue cuando, como conselleiro de Educación, decidió crear un instituto en Melón. La reacción que se despertó en Quins, población rival del mismo municipio, fue tan virulenta que dotaciones de antidisturbios estuvieron desplazadas allí varios días. El hábil Portomeñe dio finalmente con la solución. "Pusimos un instituto en Melón y otro en Quins". Detengan la sonrisa los urbanitas: no sólo pasa en los pueblos. Cuando la pedrea de las autovías, los alcaldes de las mayores ciudades gallegas convinieron en pedir tres para que concediesen dos, en lugar de la más lógica autovía central que se ramificase ya en territorio gallego. Y no hace falta ir tan atrás teniendo aquí y ahora el puerto exterior de Keops y la Cidade da Cultura de Gizeh. Pero en todas partes cuecen habas y no solamente son escasamente rentables las infraestructuras en la periferia: las pérdidas del sector aeroportuario español son el pasmo mundial, gracias sobre todo a Barajas (y eso que es escala obligatoria).

Las causas de esta devoción entre la clase política por la construcción, necesaria o no, radica en sus presuntas virtudes electorales, sea en fase reclamación o inauguración. El símbolo más claro de la obra pública como dádiva fue el Plan Galicia, con el que se pretendía compensar una tragedia provocada por deficiencias en seguridad marítima no con el remedio de esas deficiencias, sino con un cuerno de la abundancia de infraestructuras, en un comportamiento similar al del maltratador que regala un abrigo de pieles a su víctima para que olvide los agravios pasados. Ese tradicional combinación reclamación / dádiva, unida al ancestral abandono de las infraestructuras gallegas, generó una demanda social independiente de la necesidad de lo demandado. Un buen ejemplo lo contaba, estupefacto, uno de los responsables técnicos o políticos que construían la A-6, cuando en un tramo colindante con una zona habitada, pretendieron levantar taludes antirruido. "La gente se plantaba delante de las máquinas para impedir que se construyeran. Querían poder ver la autovía aquella tan famosa". En un reciente chat en este periódico, la mitad de las cuestiones planteadas al conselleiro Agustín Hernández eran del tipo "qué hay de lo mío". Desde la ampliación de la avenida coruñesa de Lavedra -que si se colapsa es dos horas al día y más por alegrías urbanísticas que por densidad de tráfico-, al veraneante en O Morrazo que preguntaba por la del puente de Rande -que usa una docena de veces al año-, pasando por la de: "¿Cree que haría falta algún aeródromo más en la región?" que se contesta por sí misma, aunque Hernández era un poco más políticamente correcto.

Ahora, la revolución de Fomento anunciada por José Blanco consiste en que se estudiará la previsión de demanda para valorar la viabilidad económica de las obras. Sería una inesperada consecuencia positiva de la crisis, si se estimase, por ejemplo, la necesidad real de transporte público de cercanías, dado que uno de cada dos gallegos vive a menos de 15 kilómetros del centro de las ciudades, según el sociólogo Carlos Neira. Pero me temo que no es así, y que es ya es un poco tarde, por mucho que la Xunta no haya desenterrado el hacha de guerra por este asunto. La han desenterrado en Cantabria, donde ya tienen un servicio ferroviario con Madrid de poco más de cuatro horas. El AVE es imprescindible, aunque no se sepa cuántos vayan a viajar en él y este sea el país que tendrá más líneas de alta velocidad, después de China (aunque allí no todas acaban en Madrid). Lo es aunque la experiencia de los años setenta en Japón y los ochenta en Francia demuestre (según Germá Bel, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona) que la alta velocidad produce un "efecto succión", que beneficia la economía del polo más desarrollado, en detrimento del menos. O sea, es imprescindible para que, en el futuro, los políticos gallegos (y cántabros) puedan ir más cómodamente a Madrid para pedir soluciones a los problemas que afectan a nuestro desarrollo. La guerra es la guerra.

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