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Reportaje:

Un japonés en la fosa de la guerra

Muere Toru Arakawa, que viajó a Galicia desde 2006 para exhumar represaliados

Mucho antes de que en España se empezase a hablar de memoria histórica, en su casa de Niigata, al pie de la montaña volcánica de Yahiko, el japonés Toru Arakawa soñaba con jubilarse para venir a abrir fosas de la guerra. Nadie llegó a entender bien por qué le dio por ahí. Pero él lo tenía muy claro cuando aquí aún no nos aclarábamos, cuando aquí todavía daba miedo hablar de ciertas cosas, y se pasó diez años practicando español a domicilio con unas cintas que compró para escuchar por las mañanas.

Después su hijo, que viajaba mucho, le regaló el primer libro en castellano. Era de Manolito Gafotas, y parece ser que lo entendió, porque se rió leyéndolo. Al final se ventiló la colección entera, y cuando se sintió preparado se atrevió con Machado y Lorca, y empezó a coleccionar libros de la Guerra Civil hasta juntar unos cincuenta.

Había prohibido a su familia contar que estaba enfermo del corazón
La pareja que había en la fosa llevaba puestas las alianzas. Toru se echó a llorar
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"En Japón me preguntan por qué aún quedan fosas"

Un día de 2006, en un periódico japonés, apareció una noticia sobre las fosas que se estaban empezando a abrir aquí. El artículo hablaba de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) que se había fundado en Ponferrada. Toru recortó la página, mostró la noticia a su mujer y le anunció su plan para los próximos meses: "Me marcho a España a trabajar en las fosas". Entonces tenía 68 años y ya estaba jubilado. Había sido durante años profesor de inglés, y él reía a carcajadas cuando lo contaba, porque era evidente que lo suyo no eran las lenguas. Aquí siempre se hizo entender con paciencia, y muchas señas y sonrisas. Cuando llegó a Ponferrada, después de recorrer 20.000 kilómetros en avión y autobús, se presentó en el ayuntamiento y le sacó el recorte a una funcionaria. Resultó que la mujer era hermana de un miembro de la asociación por la memoria.

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El 22 de agosto de 2006, en As Pontes, Toru hizo su primera fosa de la guerra. Era la exhumación de la familia Ramos Ferreiro, que dirigía el arqueólogo forense Javier Ortiz. Los habían tiroteado en su propia casa, y sólo una hija logró escapar al monte, aunque le atravesaron la mano con una bala cuando saltaba por la ventana. Unos días después, el cura de Seixas (As Somozas) la acogió en su casa y prohibió a los falangistas que la tocasen.

En el hoyo aparecieron los otros dos hijos y el matrimonio. La pareja llevaba puestas las alianzas de boda, y Toru se echó a llorar. Después de aquello y hasta el año pasado, viajando por su cuenta todos los veranos, el japonés participó como voluntario en una treintena de excavaciones por todo el territorio estatal, pero nunca dejó de emocionarse. Siempre que relataba aquel primer encuentro con unos huesos de la guerra volvían a empañársele esos ojos tan pequeños que tenía.

Después, en Galicia, participó en el levantamiento de las fosas de A Fonsagrada y de Cereixido (Quiroga). Era un hombre muy menudo, pero cavaba como el que más, como si quisiese acabar de una vez con todos los agujeros negros que había dejado la Guerra Civil en la tierra de España. Toru no comprendía cómo las fosas no llevaban abiertas ya muchos años. Cuando al fin se cansaba, si había cerca un árbol dejaba la pala y subía a descansar. "Trepaba como un mono", recuerda con cariño Antonio Castro, de la ARMH.

Castro le proporcionó cama y comida el tiempo que estuvo en As Pontes, y se hicieron muy amigos. "Era un paisano excelente, para él no había religión ni frontera. Contaba que los japoneses de su generación habían quedado muy marcados por la II Guerra Mundial, y quizás por eso se interesó tanto por este conflicto nuestro. Al llegar a nuestra casa, primero le costó bastante comer la carne que le dábamos, pero luego se aficionó a todo, y hasta bebía aguardiente". Le gustaba el jamón, le gustaba la morcilla, pero sobre todo le gustaba la causa. Cuando la ARMH finiquitaba su temporada, buscaba otros grupos que estuviesen en ello y se ofrecía para trabajar, como siempre, gratis. Al dejar As Pontes, le regaló a la hija de Castro un bonsai. Desde entonces, más o menos todos los meses, la chica se escribía con él por correo electrónico y le planteaba dudas acerca del abonado y la poda. Pero a principios de octubre, el correo de Toru dejó de contestar. Preocupados, los Castro llamaron en fin de año al hijo del voluntario, que vive en Chicago, y éste les contó que había muerto. "Lo siento, no tengo la clave de mi padre y no pude entrar en el correo para avisaros", se disculpó. Toru sólo era robusto de espíritu, y le había prohibido a su familia contar que estaba enfermo. En España nadie sabía que tenía resquebrajado el corazón. Y el 5 de octubre se le rompió del todo.

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