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Columna
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La lengua que no cesa

Durante la compleja etapa conocida como la Transición, llegar a un acuerdo constitucional fue llegar a un acuerdo de mínimos que hiciera posible un marco suficiente patre empezar a andar tras un golpe de Estado, una guerra civil y cuarenta años de dictadura, algunos de ellos, los cinco o diez primeros desde el final de la guerra, con inequívocas señales de genocidio contra pueblos, culturas, lenguas y personas físicas. A día de hoy y por causas no menos complejas que la Transición, la Constitución es una norma de máximos que a muchos ya molesta. Recordemos, a este respecto, y casi a modo de torpe caricatura de una actitud que, generalmente, es más sutil, la petición de eliminación de la protección a las lenguas minoritarias en un congreso de UPyD. O la suspensión posible de un juez por iniciar una investigación del genocidio antes citado, contra toda norma de derecho internacionalmente aceptable, incluida la idea de lo que debe ser, y en qué condiciones, una amnistía.

Proteger el gallego no depende de que le guste o no a alguien, es un mandato constitucional

Conozco tanto y tan de cerca todo esto que no voy a perder un minuto en sugerir un debate que el género humano ya hizo hace mucho tiempo y con motivo de episodios no menos deleznables. Lamentar que todo el trabajo de la citada Transición fuera bastante inútil y que hoy vuelva a ser necesaria la defensa y reflexión de la norma constitucional, una norma que a mí se me hizo escasa en su momento, y hasta decepcionante, pero que hoy es una línea de defensa de una democracia que no pasa por sus mejores momentos, quizá porque la crisis económica nos ha hecho a todos algo más hirsutos y egoístas.

La idea de un tratamiento constitucional para la lengua gallega, que es lengua propia de Galicia en ese anexo de la Constitución que es nuestro Estatuto, pasa por dos cosas muy claras: el carácter cooficial en absoluta igualdad de condiciones con el español (variante dialectal del viejo y hermoso castellano) de las lenguas de las llamadas nacionalidades históricas y de cualesquiera otras lenguas que así lo decidan los estatutos, y el ideal constitucional de protección en todos sus despliegues. Lo primero obliga, como mínimo, a disponer una parte suficiente de tiempo en la enseñanza para hacer real la cooficialidad en los términos materiales que la hacen posible o viable en pueblos a los que se les ha dejado sin su lengua desde hace muchos siglos. Lo segundo obliga a tomar las medidas oportunas para el mantenimiento y recuperación de esas lenguas si así fuera necesario, como así lo es de toda necesidad.

En unos lugares, como Galicia, se pide el 50% para el gallego, un porcentaje mínimo para intentar que nuestra lengua salga de las catacumbas sociales y sea asumida también por una burguesía estudiosa, sensible, culta y emprendedora. En otros lugares, y garantizando siempre el conocimiento pleno del español en los escolares de todo nivel, como así ocurre, se va hacia una inmersión lingüística que aquellos parlamentos consideran necesaria en el estado de su lengua y desde sus derechos nacionales que dicen afirmar. También se piden, aquí y allá, medidas constitucionales de protección especial allí donde fueran necesarias, y lo son en todas partes, lamentablemente. Negar esa protección sería un nuevo e inaceptable intento de obviar la Constitución. No, no es constitucional negar esas medidas, y así lo reconocen numerosas sentencias que hacen de esas medidas el punto de referencia de toda justicia lingüística. No es cuestión de que le guste o no a alguien, ya sea un presidente de comunidad o un privado: es un mandato constitucional.

Hay cosas en las que no se puede ceder en nombre, precisamente, de la misma democracia y de sus regulaciones. También de nuestra lengua, que no goza de la salud de aquellas otras a las que el cuidado de los Estados predemocráticos dio un plus de prestigio social que la nuestra no ha tenido nunca, salvo en los ilustrados de una burguesía gallega que terminó haciéndose políticamente imposible tal como se iba perfilando (y ya de forma tardía) antes del golpe de Estado y de la consiguiente guerra civil. Aquel sueño ilustrado y regeneracionista despareció con aquellas gentes. Pero ahora regresa de la mano de la juventud, las clases medias más cultivadas y las gentes de la cultura y la enseñanza. Y con qué fuerza y deseo regresa, por cierto, porque algo como una lengua es irrecuperable sin acción y pasión, amor a un pueblo y fantástico amor a uno mismo, como la bondad bien entendida.

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Me estoy poniendo demasiado serio, pero el momento es muy serio y no sólo para la lengua sino para otras muchas cosas. No habría que permitir que en este río revuelto de la crispación intencionada a la que estamos sometidos por manos no santas y poco o nada democráticas, al menos en lo que un día fue, y ya no, para disgusto de muchos, rompeolas de todas las Españas, como dijo Antonio Machado y donde yo vivo, no habría que permitir, digo, que nos dejen (y estaban a punto de conseguirlo) sin nuestra lengua. Nuestra dignidad como pueblo y como personas pasa por evitarlo, y es posible hacerlo desde las pautas que marca la Constitución, o yo así lo creo y lo deseo, y conmigo mucha otra gente de muchos otros sitios, con las que comparto y compartimos culturas específicas, lenguas propias y la fe en un futuro cierto de mejores horizontes para esas lenguas que alguien quiso arrojar al famoso basurero de la historia y que ahí están, aún coleando y dando la brasa hasta el final de los tiempos, si dios quiere. Que querrá.

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