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Columna
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Ni tanto ni tan poco

"Ustedes, los escoceses, son a veces muy reduccionistas... Ciudad vieja frente a ciudad nueva, católicos contra protestantes, costa este y costa oeste. Las cosas suelen ser algo más complicadas", dice un irlandés al inspector de la policía de Edimburgo que le interroga en The fall, la última novela de Ian Rankin sobre la que me he abalanzado. Si me permiten aprovechar esos referentes vagamente familiares, los gallegos parece que hemos abandonado el buen relativismo irlandés que de siempre tuvimos (Deus é bo, pero o Demo non é malo) para adquirir el rigor puritano de los highlanders.

Una muestra es la emergente consideración, de la náusea al hastío, que suscita la literatura gallega actual y/o el sistema literario correspondiente entre parte de sus protagonistas. Cada vez son más y más relevantes las voces que aquí parecen parafrasear aquello que dijo James Joyce de que la cultura irlandesa era el espejo roto de una criada. La calidad de una producción literaria es más que difícil de medir, pero el que haya mucha parece facilitar que algo habrá bueno en ella, y que se consuma cada vez más apunta a que efectivamente lo hay. Si la situación del idioma fuese similar a la de la literatura o a la de la música, los que reclaman la libertad de que los demás sean bilingües estarían montando barricadas. Lo inusual aquí, supongo que para pasmo del mundo, es que quienes proclaman su desdén por el orden cultural establecido son los académicos y los autores premiados, no los jóvenes airados y noveles a los que no se les pone al teléfono el editor.

Si Roma no pagaba a traidores, Génova no tolera insubordinados, aun en grado de tentativa

Pero cuando de forma más flagrante se ha revelado el abandono de nuestro tradicional relativismo ha sido con la despedida a Xosé Cuiña. La mayoría las reacciones se pueden inscribir en el género del lamento por la oportunidad perdida con su desaparición. Un episodio más de ese sebastianismo consolidado en nuestras fuerzas vivas y en la opinión publicada, consistente en esperar el advenimiento del auténtico galleguismo de centro que nos homologaría con las sociedades modernas y sensatas. (Un sebastianismo perfectamente compatible con la crítica o el descreimiento de cualquier paso que el nacionalismo realmente existente dé en esa dirección).

La realidad es que cuando Cuiña era secretario general del PP de Galicia, sus entonces rivales políticos lo consideraban ante todo la garantía de continuidad del fraguismo más populista, y no precisamente como un adalid de la independencia, tipo Braveheart -aunque fuese de la independencia del PPdeG- como ahora parecen recordar. Bien es cierto que cayó porque lo entregaron los suyos, al igual que el líder escocés que encarnó Mel Gibson en la pantalla. El eterno número dos de la Xunta que había anunciado que lucharía por ser número uno como un gladiador que prefería caer en la arena, ni llegó a pisarla porque lo acogotaron en los vestuarios. Si Roma no pagaba a traidores, Génova no tolera insubordinados, aunque sea en grado de tentativa, y menos si los considera parte del servicio.

En cuanto a la oportunidad perdida del galleguismo centrípeto y no centrífugo, simpatías personales y afectos humanos aparte, parece claro que el ex secretario general del PP de Galicia era ante todo un líder hábil e intuitivo que sabía que sus raíces eran un excelente argumento electoral, pero también era un relativista que prefería doblar antes que romper, al revés que su homóloga, la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez. La ideología y la vocación política tienen la misma relación que amor y sexo: suelen ir unidos, pero no siempre ni necesariamente. Ni fue uno de esos políticos que consideran necesario cambiar de partido para mantener sus ideas, ni un traidor o un converso en el sentido que le daba Georges Clemenceau ("Un traidor es un hombre que dejó su partido para inscribirse en otro. Un converso es un traidor que abandonó su partido para inscribirse en el nuestro").

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Es más, la considerable masa social del PP en Galicia no se alteró cuando la dirección del partido mudó el antiguo rumbo (ese que José Luis Baltar definió hace poco como "precursor del caciquismo") y respaldó optar por una política más moderna en el fondo y más reaccionaria en las formas. Aquel partido que estaba al borde de la autodeterminación está ahora al borde del ataque de nervios porque se rompe España. No sé si en un alarde de antiguo relativismo o de moderna versatilidad.

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