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Columna
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La sociedad es la culpable

"Estás siendo muy duro con los políticos", me dijo, dolido, un buen amigo que lo es (político). Puede ser, y no querría contribuir a la ola de descrédito de la cosa pública, pero entre lo que ofrece la clase dirigente y un tipo que vende Rolex en una esquina, casi me quedaría con el reloj. Cada noticia política inclina a suscribir aquello que decía Dürrenmatt de Suiza: "No dudo de la necesidad del Estado; dudo de que nuestro Estado sea necesario".

Sin señalar a nadie, los partidos políticos, que se suponen son los intelectuales orgánicos de una sociedad, resultan cada vez más meras estructuras de intereses que fían su supervivencia a las encuestas y a los dossieres de prensa. La ideología no es un método de analizar problemas y proponer soluciones sino una coartada para reafirmar a los creyentes y denostar a los infieles ("vótenme a mí para que no gobiernen los otros"). La última evidencia es el caso de las administraciones locales. Politólogos, demógrafos y expertos en gestión territorial están aburridos de decir que las diputaciones son entes burocráticos inútiles (para el ciudadano, no para los partidos que las gobiernan) y que hay ayuntamientos incapaces no ya de dar servicios, sino de pagar los gastos de la casa consistorial. De hecho, las diputaciones han desaparecido en las autonomías uniprovinciales sin que nadie las eche de menos ni se haya roto la Constitución. Y si se han creado nuevos ayuntamientos para adecuarlos a la realidad demográfica, no sé que impide que se fusionen otros por la misma o más urgente razón.

La clase política está de acuerdo en que intentar hacer algo es el primer paso hacia el fracaso

Sin embargo, todos temíamos que los partidos mayoritarios se pondrían de acuerdo antes en nuevos recortes sociales que en racionalizar la Administración local. De hecho ya se han puesto, y en nada menos que en reformar aprisa y en la trastienda aquella Constitución que antes se rompía con solo mirarla, para limitar el gasto. Es más fácil quitar derechos al conjunto de los ciudadanos que dejar sin puesto de trabajo a unos correligionarios. De la misma forma que unos y otros no dudan en prometer logros tan difíciles como la creación de empleo -la llamada flexibilización del mercado laboral desde luego no lo ha conseguido- y no acometen algo que sí está en su mano como agilizar los trámites para constituir una empresa. (España tiene el récord europeo en lentitud, 47 días. La siguiente burocracia más espesa es la polaca, con 32 días. En Portugal, Italia, o Eslovenia se hace en seis y en Hungría y Bélgica, en cuatro). Supongo que la clase política, particularmente el PP, está de acuerdo con Homer Simpson: intentar hacer algo es el primer paso hacia el fracaso.

Aquí, igual. En los comienzos de la autonomía hubo una confrontación de cosmovisiones políticas sobre cómo debería organizarse el país. Acabó imponiéndose la de Fraga (una Baviera fiel, pero autónoma), pero también el BNG tenía la suya (homologar Galicia con Cataluña y el País Vasco) y el PSdeG tenía días (así que se centró en las ciudades). Ahora, Feijóo, que será todo menos tonto, ha llegado a la conclusión de que todo, empezando por el propio partido, es un incordio y un esfuerzo innecesario si se tiene el poder y se entonan unos mantras como si fuesen argumentos. De afrontar los problemas de los sectores económicos o de la ciudadanía, ya ni hablamos. El PP gallego no tiene más objetivos que los de la dirección regional de una empresa: mantener medianamente contenta a la clientela y acatar las directrices que vengan, fundamentalmente las de desmantelar hasta los elementos bávaros que quedaban. Socialistas y nacionalistas han escogido la opción clásica en tiempos de crisis: la seguridad de los valores inmuebles (los aparatos y la ideología) a la espera de que pase algo, mejor si es a favor.

Pero -y he llegado hasta aquí para darle la razón a mi amigo el político dolido- la culpa no es de la clase política. Como profetizó Siniestro Total, la sociedad es la culpable. Al revés que Vigo, que se desarrolló en paralelo (al lado, pero sin tocarse) de los variopintos gobiernos locales que escogía, Galicia ha fracasado (o está fracasando, no quiero ser pesimista) en construirse a sí misma. Quizá porque el sistema fragobávaro de controlar todo lo que se movía ha extirpado la capacidad de iniciativa, pero la única tendencia que se registra es otro clásico: la emigración en busca de aire. Pero ahora no se va la mano de obra sobrante, sino las cabezas que al parecer no se necesitan.

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Ya ni las élites gallegas están a la altura. Barrié de la Maza, los Fernández López o Eulogio Franqueira tenían una visión de país, discutible pero innegable. Los actuales capitanes de empresa tienen una visión residencial y siguen la prudente consigna de la mili: lo importante es no destacar ni significarse. El antiguo protagonismo de prestigiosos instrumentos de análisis como el Instituto de Estudios Económicos Pedro Barrié, el CIEF de Caixa Galicia o el Servicio Ardán, lo tiene ahora un provinciano remedo de la FAES, el Club Financiero de Vigo. Hasta se diluye el Grupo de Iñás, nuestra versión del Club Bilderberg. Ya al mariscal Pardo de Cela ni siquiera tomar partido por los Reyes Católicos le garantizó conservar la cabeza. Claro que puede tener razón mi amigo el político y yo peque de duro. Al fin y al cabo, como razonaba Noel Clarasó, ningún tonto se queja de serlo, o sea que no les debe de ir tan mal.

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