_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los ventiladores

Una de las películas más demoledoras sobre cómo el matrimonio de ambiciones entre política y medios de comunicación produce monstruos es El gran carnaval, de Billy Wilder. En el film, Charles Tatum, un resabiado profesional interpretado por Kirk Douglas, intenta convencer al editor/director del diario del villorrio al que ha ido a parar, Jacob Q. Boot, de emprender lo que se llama -en exacta analogía con el lenguaje militar- "una campaña informativa" sobre un hombre atrapado en una mina: "Si hace falta hacer un trato con ese sheriff corrupto..., por mí, bien. Y si tengo que aliñarlo con una maldición india... y una esposa con el corazón destrozado... por mí, bien". "Por mí, no. Eso es un periodismo falso e injusto, eso es lo que es". "Injusto no, es un periodismo que llega a las entrañas, Sr. Boot. Interés humano". "Ya me ha oído, falso".

Aquel decreto eólico que el PP tildaba de "el chollo de los nacionalistas" ha sido declarado legal

Ahora que los Tatum proliferan, sobre todo en los puestos de los Boot, me he acordado de El gran carnaval a cuenta del follón eólico. Los molinos de viento son también una mina, con todas sus ventajas y ninguno de sus inconvenientes: una concesión produce un beneficio estimado de entre 60.000 y 100.000 euros por megavatio, y ello sin tener que explotarla, simplemente revendiéndola. La industria del viento heredó los peores vicios de las energías tradicionales: la discrecionalidad y el expolio, tanto para los afectados directos como para el conjunto de la sociedad gallega. Las concesiones de los molinos se repartieron durante años (incluida la etapa en la que Alberto Núñez Feijóo estaba en los Consellos de la Xunta que los aprobaba) igual que se adjudicaban los estancos en el franquismo: como favor o compensación. Y se llevaban a cabo mediante negociaciones con los propietarios lindantes con la extorsión, o como se le quiera llamar a pagar 22 céntimos el metro cuadrado de terreno, como pasó en Muros, o a valorar las expropiaciones por su valor agrícola, cuando el uso que se le va a dar no es ese.

No tengo conocimientos, ni paciencia, para analizar el reparto eólico del bipartito, y comprobar si sus agraciados tenían más o menos méritos que los actuales, pero sí para reconocer que intentaba paliar las lacras tradicionales mediante la adjudicación por concurso y el empeño de revertir socialmente un porcentaje de los beneficios con la participación pública en las empresas concesionarias. Dentro del desguace generalizado de lo heredado, fuese malo o bueno, que viene siendo la gestión de la actual Xunta, la derogación del decreto eólico se basó en que "el chollo de los nacionalistas", en el lenguaje técnico empleado por Feijóo, era ilegal. En base a ello, después de tres años de trámites, se realiza un nuevo reparto (al que, respetando la base argumental y la terminología presidencial, se podría calificar de "el chollo de los populares"), justo antes de que el Tribunal Superior establezca que el derogado era legal.

Una de las quejas contra los medios de comunicación -una de las justificadas- es la de que, en ocasiones, una serie de informaciones sobre un asunto determina que sectores de la opinión pública dicten una sentencia que después los tribunales rectifican. Suele pasar cuando los Tatum prevalecen sobre los Boot y las opiniones o los deseos, propios y/o ajenos, se venden como hechos. Los hechos son los que son, y son los medios quienes deben desvelarlos, la opinión pública considerar si son reprobables y los tribunales sentenciar si son constitutivos de delito (y sin ánimo de pisarle el terreno a mi compañero de origen, de colegio y de columna Carlos Martínez Buján, una cosa es que no se pueda condenar a alguien por algo que ha hecho -porque ha prescrito el delito, por ejemplo- y otra que no lo haya hecho).

En este caso, o en el de las presuntas irregularidades de Unións Agrarias, que empezó siendo una trama de financiación ilegal y acabó siendo un desajuste en la cartelería, lo que ha habido es una mezcla de dos juegos infantiles: el los papeles cambiados y el de las sillas. Los políticos determinan lo que es ilegal, a la gente se le vende como un hecho lo que es una opinión y la justicia busca como puede su silla. Cuando la encuentra, nadie pide disculpas por haber ocupado la que no debía. Lo revelador de la política actual es que el presidente de un club de fútbol se excuse por aventurar un resultado futbolístico, y no lo haga quien ha atribuido una conducta impropia a los demás. (Otro ejemplo: el ex portavoz del Gobierno de Aznar, Miguel Ángel Rodríguez, considera que si llamó "nazi" al doctor Montes la culpa no es suya, sino de las teles donde lo dijo).

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Por si no vieron El gran carnaval, Tatum convence a las autoridades (y a la opinión pública) de acometer el rescate por un sistema lo suficientemente lento para convertir lo que sería un accidente laboral de unas líneas en un operativo de alcance nacional. Desafortunadamente para el minero.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_