_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los votos negros

Galicia siempre estuvo escarranchada, entre dos lados. Nuestra cultura antropológica le conservó un lugar a los que ya vivieron, nuestros muertos también son gente nuestra. Nuestro mundo tenía dos partes, la parroquia de los vivos y la de los muertos, y ese otro mundo de fantasmas nos decía de quién éramos, nos daba memoria, identidad. Pero además de esa división entre dos dimensiones complementarias llevamos más de un siglo divididos en otro par de dimensiones, que mantienen entre sí una relación difícil y dolorosa: A Terra y la diáspora de la emigración. Ese cuerpo fantasmal que se extiende nebuloso por el mundo, siendo y no siendo Galicia, nuestros mayores.

El tronco de esa emigración fue un viaje sin vuelta, parientes nuestros que se establecieron en otro país y que en aquel tiempo sin aviación era un lugar muy lejano. Muchos fundaron familias allí, aunque la mayoría, en su imaginación, nunca abandonaron del todo esta tierra. Pero se hicieron ciudadanos de ese otro país, y sus hijos y nietos son parte de esas sociedades. La historia, como la vida, se expresa en paradojas y la que fue tierra de promisión sufrió crisis y aun bancarrotas, mientras la vieja tierra, Europa al fin, se benefició de este momento histórico de la construcción europea. Hoy somos tierra de promisión para muchos y tenemos que compartir y ayudar.

Se dice con frecuencia que nos toca ayudar a los que nos ayudaron antes. Francamente no creo que haya existido esa relación económica. Y no es una obligación de correspondencia económica, una deuda, lo que nos obliga a atender a nuestros parientes de primera, de segunda o de tercera generación. Nos obliga la comprensión de que un país, una sociedad, es un cuerpo amplio y con memoria: simplemente son gente nuestra, parte de nosotros, y una sociedad sana ayuda a los suyos. Por este motivo o por otro cualquiera, se justifica aquí el trasiego trasatlántico de votos. Pero los votos nunca van, siempre vienen. Galicia importa votos como si fuese una materia prima.

La anterior Administración autonómica descubrió ese petróleo electoral, verdadero oro negro, y es evidente que también descubrió el voto negro. Luego de comprobarse tantas irregularidades, luego de saber que han estado votando muertos tantos años, cómo no desconfiar de aquel reparto de raciones de empanada, pulpo, bolsas de comida, a personas necesitadas. A personas necesitadas pero que tenían algo valioso: el derecho a voto. Y así ha sido arrancado mucho voto triste allí para gobernar aquí. La relación con esa emigración tan empobrecida debiera haber sido delicadísima, para no faltarle al respeto. Por el contrario, fue un espectáculo muy obsceno.

Hoy afortunadamente no se llega a la exhibición de obscenidad de la anterior presidencia, pero el ansia de comprar votos del candidato socialista de Vila de Cruces y el viaje a la caza de carnés del alcalde de Lalín, armado de fotocopiadora, demuestran que eso no va a desaparecer fácilmente. Ésa es la paradoja que amenaza con liquidar la democracia en Galicia. Un ciudadano gallego censado en Ponferrada o Gijón no puede votar aquí, pero alguien que no ha nacido ni vivido ni tenga el menor interés aquí puede hacerlo. Eso no es lo malo, lo peor es que lo hacen. Pero son los recaudadores de votos, los que acuden allí a comprarlos los que crean ese fenómeno. Es esa demanda de votos de nuestros políticos la que genera la oferta. Nuestros políticos, de todos los partidos, necesitan votos para gobernar y es lógico que los busquen. Pero en nuestro caso, el de un país que se desangró por el mundo, creando una Galicia fantasmal y errante está resultando una aberración. ¿Alguien imagina la situación en que estaríamos si las pasadas elecciones autonómicas las hubiese ganado el PP gracias a esas sacas de votos? Por un lado, desencadenaría un resentimiento enorme contra nuestros emigrantes y su papel en Galicia; por otro, no podría gobernar nadie, el descrédito de la Xunta y de nuestro sistema político gallego sería total. Y con razón, pues nuestras votaciones están siendo malversadas.

El disparate de municipios donde hay más voto emigrante que vecinos es insoportable: eso no es democracia. Esos vecinos acabarán por no vota. Total, para qué, si no está en sus manos elegir a los gobernantes. Y esos alcaldes acabarán inaugurando farolas en Buenos Aires. Y a esas dos provincias gallegas en las que por cada niño nacido este año han nacido cuatro votantes más le están robando la democracia. Pero si, además de la existencia del "voto rogado", entra en vigor el Estatuto de la ciudadanía española en el exterior votarán nietos, bisnietos... Un ciudadano, un voto; un emigrante, una docena.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_