Acordarse de Sabato
Al conocer la noticia de la muerte de Ernesto Sabato, que me causa ese paradójico asombro de lo esperable, trato de pensar en mis recuerdos vinculados a él. Todos ellos son posteriores a la publicación de sus obras maestras. Este pequeño abismo cronológico juega también su papel en el discurso de la memoria.
1. Me recuerdo leyendo, a los 16 años, una supuesta anécdota en que Sabato destruye, o fantasea con destruir, el laboratorio donde trabaja. Esta imagen concentra la postura purificadora que el autor mantuvo con respecto a los grandes fenómenos sociales. Como si, ante determinados dilemas científicos, políticos o estéticos, Sabato hubiera experimentado la desesperación de carecer de una respuesta absoluta, definitiva, sagrada. Esta carencia, que mi generación parece haber heredado con alivio, fue interpretada por Sabato como una suerte de decadencia colectiva. Horas después, busqué El túnel. Y allí creí encontrar un refugio para mis tribulaciones adolescentes, acaso tan imaginarias como la destrucción del laboratorio.
En un principio, trágicamente equivocado, saludó el golpe militar
2. Me recuerdo descifrando, un par de veranos más tarde, con devoción existencialista y cierto entusiasmo por la dificultad, Abaddón el exterminador y Sobre héroes y tumbas. De la primera (que en realidad es la última) retengo poco. Su fragmentariedad ha hecho que cada pieza tienda a ser absorbida por el corpus de su autor: ahí un fantasma, allá una reflexión, por todas partes el Mal como entidad casi orgánica y, a su modo, incontaminada. De la otra novela, en cambio, conservo numerosas conmociones: el tormento autocontemplativo de Martín, la fascinación destructora y destruida que ejerce Alejandra (y que, como toda la obra de Sabato, ha envejecido rápido desde una perspectiva de género), las conspiraciones alucinadas del Informe sobre ciegos. Me pregunto hasta qué punto podría leerse todo ello en clave nacional: la autocontemplación histórica, la violación familiar, la conspiración interna.
3. Me recuerdo subrayando con náuseas el informe Nunca más, elaborado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. El informe detalla, con escalofriante precisión, la metodología de tortura del régimen militar. Pero el prólogo de Sabato opera, en alguna medida, en sentido contrario: proyectando un resplandor de horror tan generalizado que la conclusión es de una cierta vaguedad. En su prólogo, Sabato denuncia sin ambages ni atenuantes (es justo recordarlo) el arrasamiento sistemático de los derechos humanos que llevó a cabo la dictadura. Pero las insistentes alusiones al infierno, así como a abstractas fuerzas del mal, omiten que otros seres más concretos, muchos ciudadanos argentinos, habían deseado, pedido y hasta saludado el golpe militar. Entre ellos, sin saber qué sucedería después, trágicamente equivocado, había estado Ernesto Sabato.
4. Me recuerdo contemplando las fotos de la cena que, el 19 de mayo de 1976, dos meses después del golpe de Estado, ofreció el general Videla a diversos intelectuales argentinos. Sabato y Borges protagonizan varias de esas fotografías. Según declararía a la prensa, Sabato encontró a Videla respetuoso, inteligente y culto. De acuerdo con las crónicas, primero bebieron whisky, jerez y jugos. El menú posterior fue, al parecer, sobrio.
5. Me recuerdo saludando a Sabato una mañana, por casualidad, en Madrid. Él realizaba su último viaje transatlántico, que inspiraría el libro España en los diarios de mi vejez. Me lo crucé a la entrada del hotel Suecia. Lo detuve y le dije: "Es un honor verlo". Sabato, aquejado de sordera, me pidió que se lo repitiese. "Es un honor verlo", insistí. Como Sabato no escuchaba, su acompañante le pronunció mi frase al oído. "Ah", exclamó Sabato risueño, "¡yo le había entendido no sé qué de un horno!". En ese instante recordé que, en lunfardo, horno significa infierno. Ningún gran escritor pasa a la historia a través del horno ni del honor. Las contradicciones, los claroscuros, las rectificaciones, los retratan con lealtad. Un ser humano es eso. Lo otro es su estatua.
Andrés Neuman es escritor. Su última novela es El viajero del siglo (premio Alfaguara y premio de la Crítica).

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