Rafael Abella, la historia en la vida de cada día
Rafael Abella (Barcelona, 1917), fallecido el pasado martes, era la amistad cordialísima abierta a todas las curiosidades de la historia y del vivir cotidiano de las gentes. Oírle contar anécdotas de ayer o de hoy (a menudo no publicables, lo siento) era una delicia, tenía un instinto muy seguro para hallar en los repliegues de los sucesos esos pormenores significativos que revelan lo que está detrás de lo aparente y explica lo oculto de los hechos. Le gustaban las frases rotundas y a ser posible un poco irónicas, y sabía ser irrespetuoso con unos y con otros, pero dejando que la comprensión y la piedad, disfrazadas de humor, envolviesen lo que quería evocar.
Nos conocimos en 1973, cuando Planeta le encargó sus dos primeros libros, los más famosos suyos, los que integraron La vida cotidiana durante la Guerra Civil (1973 y 1975), diría que lo más divertido y humano que se ha hecho sobre "la rotura de la piel de toro", según sus palabras. Allí elevó la crónica histórica al arte de descubrir la humilde y profunda verdad de la gente que vive la historia día a día, el reverso de la alta política, sin énfasis ni propaganda, lo que se dice y se siente en la calle y en la intimidad de las casas, los bulos y absurdos que el tiempo acaba desvelando.
Con una sólida documentación que casi disimulaba, sin pedantería, y sobre todo con amenidad, zumba y sentido común (lo primero que se pierde en una guerra fratricida); también con la inevitable tristeza que a cualquier español, del bando que sea, ha de inspirarle aquel drama.
Era entonces un hombre en la cincuentena, químico de profesión, aunque al hablar con él no asomaba ni el más leve eco de estos saberes, que trabajaba en una empresa farmacéutica y colaboraba en revistas de divulgación histórica. Llevaba barba, que luego se dejó crecer de un modo casi apostólico, o, mejor dicho, vikingo, porque era pelirroja. Con los años renunció a esas veleidades pilosas, y por fin iba rasurado, con una cabeza que parecía esculpida por el tiempo.
Me contó que en el verano del 36 un inocente viaje familiar de vacaciones en Galicia hizo que se encontrase en la zona nacional; su conocimiento de estos ambientes era más directo -como también en los múltiples libros que luego publicó sobre la posguerra, entre ellos Por el imperio hacia Dios (1978), Finales de enero de 1939. Barcelona cambia de piel (1992)-, y creo que este primer libro suyo (dedicado a su mujer, Mercedes) era el mejor. Él también decía preferirlo, porque el humor aplicado a los vencedores resultaba más elegante que el que se usaba con los vencidos.
Fue el comienzo de una larga trayectoria en la que no sólo se ocupó de esta época vivida, sino que trató asimismo temas como la figura del rey intruso José I, los guerrilleros de la Guerra de la Independencia, los piratas del Nuevo Mundo y hasta los lances de honor. Todo le interesaba, conversando con él se advertía una especie de curiosidad universal y de un poso de lecturas muy heterogéneas que le salvaban de la estrecha óptica de un especialista. Se lanzaba con pasión sobre cada descubrimiento, y uno de los últimos fue él mismo, su vida y la de algún antepasado. Aunque las proyectadas memorias, de las que me leyó algo, temo que hayan quedado inconclusas.
Para Planeta, fue asesor del editor Lara Hernández desde 1974 hasta la muerte de éste, y seguía en su despacho hasta hace poco, con una formidable memoria que era la admiración de todos. Era, por ejemplo, devotísimo de la literatura francesa, que conocía muy bien, y de eso hablábamos largo y tendido, sacando a relucir anécdotas de autores que bien pocos conocen en España.
Uno de estos escritores franceses que a Abella tanto le gustaban recomendó: "Hay que morir siendo amable (si es posible)". Y hasta el final de su vida él fue con sus amigos la afabilidad personificada. Así le recordaremos.
Carlos Pujol es escritor y traductor.

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