El lector feliz

Hay un Rafael Conte en el que me quiero detener. Era un hombre afable, le gustaba usar pulóveres blancos, de cuello cerrado, y chaquetas de pata de gallo; era el crítico. Entonces estaba en Informaciones, antes de irse a París, como corresponsal, y como enamorado de Jacqueline y de Francia. Y de los libros. En esa época, cuando la vida literaria le había convertido en un pope, fue cuando abrió el Informaciones de Jesús de la Serna a la escritura joven, a los que venían maldiciéndole por ser un pope. Él se reía: tan sólo amaba los libros, ese amor era omnímodo, y omnívoro. El resultado de su lectura a veces era una tachadura, o un abrazo; jamás se sintió indiferente ante un libro, jamás rasgó un volumen. Su amor por los libros era su amor a la vida. Alguien dijo de él, cuando vino a EL PAÍS, ya en marcha el periódico, que con él venía un hombre capaz de escribir un editorial y una crítica al mismo tiempo. Su capacidad de escritura era abrumadora, era velocísimo y memorioso; se lo sabía todo sin mirar un papel; escribía como si tuviera un motorcito dentro, y tarareando. Era el crítico, lo fue siempre, pero yo me quiero detener en aquel que abrió las compuertas de su periódico a una nueva era de la escritura de la que surgieron generaciones de escritores y de lectores que desde entonces siempre decían ante un libro nuevo: "¿Y qué dirá Rafael Conte?".
Marcó una época del gusto literario español; podías discrepar violentamente de su juicio, y de hecho él estimulaba que lo hicieras. Pero su lectura no partía de un prejuicio, sino de una preferencia. Vivía rodeado de libros como si se quisiera ocultar detrás de ellos, y muchas veces él creyó ser parte de la ficción que leía. A mí me parece que esa ansiedad de leer, y de contarlo, fue la que en un momento determinado señaló su estilo. Rafael Conte pasó de ser un narrador de libros a ser alguien que los prolongaba.
Ahí está una marca del estilo de lo que podíamos llamar el segundo o el tercer Rafael Conte. Era el estilo con el que concibió sus memorias: veloz, animado por una urgencia casi asmática que combinó con una capacidad de recuerdo que a veces le llevó al abismo de los involuntarios olvidos. Esa combinación de memorialista y crítico le llevó aún más a apoderarse de los libros, a sentirlos suyos para quererlos o para deplorarlos. Se puede decir cualquier cosa de Rafael Conte, desde que fue falangista, del SEU, filocomunista, atrabiliario u olvidadizo, pero nadie le puede negar a Rafael, nunca, la pasión generosa con la que recibió siempre cualquier vestigio de letra impresa en la que su autor o autora diluyera un átomo de literatura.
Murió ayer, a los 73 años, en Madrid. Durante los últimos tiempos estuvo recluido en su casa, leyendo. Leer fue su felicidad, mientras la enfermedad le dejó leer.
Conte fue un lector, sobre todo; le recuerdo escribiendo y tarareando; en este obituario de urgencia he notado que he escrito muchas veces la palabra feliz. Y es que él era el lector feliz. Lo contagiaba.
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