Balarrasa

Siento apego por el folclore de estos días. Por una parte de él, al menos. Soy ajeno a misas, procesiones y otros ritos religiosos, pero crecí cuando la televisión poseía los atributos divinos: unicidad y omnipresencia. Es decir, cuando sólo existía TVE y cuando no había Semana Santa sin películas de romanos, sin Molokai y sin Balarrasa. Puedo prescindir de Molokai, de los leprosos y del padre Damián, y del surtido de péplums. De Balarrasa, no. A estas alturas, los hábitos ya son vicios.
Cumplí el sábado con el rito anual de Balarrasa, gracias al canal digital dedicado al cine español. De entre los días cristianos de pasión, muerte y resurrección, el sábado me parece el de mayor potencia narrativa: es el gran vacío telúrico, el tránsito, la jornada sin misas y sin Dios. Y entre el folclore televisivo de la temporada, no hay nada que pueda competir con Balarrasa.
Es una extraña película, una mezcla imposible. Como un Marcelino, Pan y Vino (otro clásico de la semana) interpretado por Humphrey Bogart. Una historia ñoña teñida de negro, con momentos de gran cine policiaco. Y un Fernando Fernán-Gómez colosal, legionario y meapilas, angelito doméstico y detective con 60 hervores.
En 1951, cuando se rodó Balarrasa, Fernán-Gómez era todavía un actor, un tipo que hacía un papel. Luego se convirtió en Fernán-Gómez, un hombre con una película alrededor. Le ocurría lo que a Bogart o a John Wayne: eran siempre ellos. Inevitablemente, se veía a un hombre con un tamaño excesivo para el personaje. Podía hacerte reír o llorar, pero sabías que era Fernán-Gómez.
Me gusta la gente que desborda, que rompe las costuras de un personaje o de la vida. A esa rara estirpe perteneció también Pepe Comas, gran corresponsal de este diario, muerto el viernes.
No es verdad que se vayan los mejores. Ocurre que de ellos nos acordamos más.
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