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Cosa de dos
Columna
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Catástrofes

Enric González

Las catástrofes con muchos muertos ofrecen un gran escenario para las miserias del periodismo. Son miserias legítimas, inevitables. El propio periodista suele ser consciente de ellas, pero tiene que hacer su trabajo. Que, en un primer momento, consiste básicamente en estorbar. Hay gente que se ocupa de rescatar heridos y transportar cadáveres, hay médicos que intentan salvar vidas, hay familiares que esperan con una angustia indescriptible. La misión del periodista consiste en conseguir un dato, una frase, aunque ello suponga retrasar unos instantes el traslado de una víctima. No es un bonito espectáculo. Da lo mismo que alguien esté en una camilla: si se pone a tiro, se le acerca el micrófono. Una vez, tras un incendio forestal con víctimas, vi a un periodista radiofónico que insistía en arrancarle una declaración a un muerto. Supongo que el periodista le creía vivo, pero no pondría la mano en el fuego. Se trabaja en un ambiente de histeria y la lucidez sólo llega cuando acaba la urgencia.

A veces, los equipos de rescate y los servicios médicos se muestran asqueados por la avidez de los buitres de la prensa. Es cierto: en esa circunstancia, el reportero ejerce de bestia carroñera. El servicio público es así, señores. Y ustedes quieren información inmediata. Se agarran al televisor o al ordenador y exigen saber cuánta gente ha muerto, a ser posible con abundancia de detalles terroríficos. Todas las reglas quedan en suspenso. ¿El derecho de los familiares a la intimidad? No hay derecho que valga: les verán llorando, diciendo frases entrecortadas a un micrófono, asaltados en el momento en que son más frágiles.

No culpen al periodista. Hace su trabajo, contempla escenas que durante años poblarán sus pesadillas, asiste de cerca a la muerte y al dolor que la muerte causa, ayuda cuando le es posible. Si es concienzudo y permanece en su puesto hasta el final, cuando el dolor ya se ha ido, comprueba que incluso en las peores tragedias se cuela el sarcasmo. En el camping Los Alfaques, hace casi 30 años, murieron 215 personas carbonizadas. Fueron muchas horas retirando cadáveres negros y rígidos. A alguien se le ocurrió llevar comida a los exhaustos equipos de rescate: la cena, que nadie tocó, consistió en pollo asado.

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