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Columna
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Circunstancia

David Trueba

Nunca agradeceré lo suficiente a mi amigo el escritor Ignacio Martínez de Pisón, preceptor infalible en el género corto que tan bien domina, que me hiciera leer hace años el relato de José Emilio Pacheco Las batallas del desierto. Me sirvió de puerta de entrada al universo de este escritor mexicano, agudo, sensible y antipomposo. Por eso he asistido regocijado a sus actos de recogida del Premio Cervantes pese a que televisivamente son una birria. No hay atmósfera, están rodados con frialdad de hospital y el resultado es un clip olvidable, lleno de autoridades bostezantes y de decoración putrefacta.

Por suerte, lo que para otros es circunstancia feliz donde lucir grandilocuencia, falsa humildad y rencores larvados, en Pacheco es incomodidad y destreza para escapar del papelón. Entre las humillaciones que conlleva un premio, actuación de la tuna incluida, quizá la de la turbulencia mediática es la más boba de todas.

Hay que contestar preguntas absolutas, desde la absurda duda de si te hace ilusión recibir el premio, hasta el obtuso interrogante de si te lo esperabas, hasta la tremenda curiosidad sobre en qué vas a gastar el dinero concedido. Pacheco acertó a decir que confiaba en que la ceniza del volcán islandés le hubiera librado de tener que acudir a Alcalá de Henares, reconoció que el dinero le llegaba tarde y que probablemente ahora lo destinaría a pagar facturas de hospitales. Adscribió a los escritores a una orden mendicante, quijotesca, donde la circunstancia les acerca más a la soledad y el olvido que al galardón y la relevancia. Todo eso tras caérsele los pantalones del frac y que la escenografía carca disolviera la potencia de la palabra entre tapices y luz de museo provincial.

La generación de Pacheco o Monsiváis, las películas mexicanas de Buñuel, las conversaciones perdidas con Julio Alejandro y otros túneles secretos con aquel país maravilloso, provocan cierta melancolía al fantasear con lo que habría podido ser España de no ser interrumpida por una Guerra Civil al final de los años treinta y el exilio masivo de gente con talento. La voz de Pacheco, pese a imágenes sin fuerza, nos enseña que la inteligencia no está reñida con el humor y la delicadeza, sino que es el fruto maduro de ambas.

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