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Columna
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Corre, conejo

Carlos Boyero

A medida que duelen los huesos con los cambios del tiempo y cada vez es más complicado eso de cerrar los ojos y que no vuelvan a abrirse hasta siete u ocho horas más tarde, ya que la vigilia espanta al sueño más de una vez a lo largo de la noche dándote aquella temible "información" de la que hablaba Martin Amis en su novela, consistente en que muchos de los tuyos ya se han ido y a ti cada vez te queda menos tiempo, me agobia lo que antes me ilusionaba. Por ejemplo, cubrir el festival de Cannes, la extenuación de estar viendo películas y, sobre todo, opinando de ellas, desde las ocho de la mañana a las diez de la noche durante trece días.

Pero este año, acudir a circo tan espectacular y sofisticado, tiene para mí el encanto del nirvana. Aunque la programación fuera fatigosa, la oportunidad de huir de este país en época de elecciones a la prodigiosa luz de la Costa Azul tiene efecto de anticipado nirvana. Percibo sensación tan grata cuando veo en la tele a peperos y sociatas rugiendo a los presumibles votantes que no nos dejemos engañar por las mentiras del rival, que cada uno de ellos posee la inefable y milagrosa solución para arreglar España. Se agradece que nos prevengan contra nuestra ingenuidad, que den por supuesto que somos gilipollas cuando a los embusteros les puede resultar tan fácil engañarnos. Salgo a la calle y veo multitud de carteles con la imagen de la zarzuelera Aguirre y acrósticos que asocian la gloria con su esperanzador mombre. Veo al culturista Gómez recordándonos que él representa al hombre común. ¿Y qué pasa con los que no queremos o no podemos serlo? Veo a un señor apellidado Lissavetsky, cuya pinta podría haber sido modélicamente utilizada en películas sobre el KGB o la Stasi, ese enérgico señor que milagrosamente aparecía en casi todas las imágenes de la selección española al ganar el Mundial, asegurando que encarna el gobierno de mi calle. Y acojona un poco saber que cada calle precisa un gobernador. De ahí a que intenten gobernar tu propia casa solo hay un paso. Y me repito: pies ¿para qué os quiero?

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